El suicidio de una chica en Florida después de haber sufrido bullying ha vuelto a abrir el debate sobre cómo tratar este problema, y si los actuales programas "anti-bullying" están bien planteados.
La consternación por el caso de Rebeca Sedwick, que solo tenía 12 años, ha provocado una ola de artículos en los principales medios norteamericanos. Muchos de ellos citan un reciente estudio sobre la influencia de distintas variables en el comportamiento de los “agresores”. Una de sus conclusiones es que los programas anti-bullying tienen una incidencia negativa: los alumnos que asisten a colegios donde se han llevado a cabo estos programas, tienden a sufrir más acoso que los que van a otros colegios.
Se podría pensar que esto se debe a que los colegios que optan por implementar estos programas lo hacen porque tienen un alumnado problemático (y por tanto más proclive al bullying), pero la muestra del estudio es suficientemente amplia y variada para desmentir esta hipótesis. Además, no es el primer estudio en obtener una conclusión parecida. En 2004 un equipo de investigadores publicó un meta-análisis de las investigaciones hechas sobre la influencia de los programas anti-bullying, y sus resultados fueron desalentadores: el 86% de estos programas no habían mejorado el ambiente, o incluso lo habían empeorado.
No criminalizar al acosador o a la escuela
Israel C. Kalman es un “psicólogo escolar” (en Estados Unidos forman un cuerpo especial) que ha trabajado durante más de 25 años en distintos colegios del distrito de Nueva York. Ha dedicado numerosos estudios y libros al tema del bullying.
En un ensayo publicado en la edición de junio de la revista International Journal on World Peace, Kalman argumenta que el fracaso de la mayor parte de los programas anti-bullying se debe, por un lado, a una especie de psicosis social que lleva frecuentemente a criminalizar indiscriminadamente conductas claramente acosadoras junto con otras propias de cualquier patio de colegio; por otro lado, y a consecuencia de lo anterior, se ha tratado el problema desde una perspectiva legalista más que psicológica: en vez de tratar de entender los problemas del acosador –y del acosado–, se refuerzan las medidas de seguridad, o se incita a los alumnos a denunciar cualquier tipo de “molestia”, instaurando un clima policial totalmente contraproducente.
Por otra parte, políticas como la del Departamento de Educación de no renovar las ayudas económicas a los colegios que no atiendan todas las demandas llevan a los centros a reforzar ese “estado policial”. Para Kalman, igual que el 11-S instauró un clima de psicosis en cuanto a la seguridad, la tragedia de Columbine –la masacre perpetrada por dos ex-acosados en un colegio en 1999– supuso el comienzo del enfoque criminalista del bullying. Se habla de criminales y víctimas, y se olvida que detrás de una conducta acosadora muchas veces hay un problema psicológico, o simplemente la típica relación entre adolescentes marcada por la popularidad.
Recuperar el sentido común
Según Kalman, la retórica en torno al bullying se ha desquiciado: como ejemplo cita la organización Bully Police USA, que presiona a los estados para que adopten leyes anti-bullying, y que en su web se refiere a los “matones” como “terroristas a pequeña escala”. Este tipo de descripciones, donde se demoniza a los “acosadores” –como si fuera su profesión estable–, esconde según Kalman un desconocimiento del problema (u otro tipo de intereses: por ejemplo, en la web mencionada se venden todo tipo de libros sobre el tema, además de una pulsera con mensaje). En la realidad, aunque a veces hay perfiles patológicos de violencia compulsiva, muchas otras veces la frontera entre los que abusan y los que reciben abusos es bastante permeable.
Otro problema es la propia definición de bullying. Se toma como referencia los estudios de Dan Olweus, catedrático de psicología e inventor del término. Según Kalman, para Olweus puede ser bullying cualquier conducta que moleste a otro, incluso “negarse a satisfacer sus deseos”.
A base de insistir en que la violencia puede ser también verbal, se incita a los niños a denunciar como acosadoras conductas que no pasan de ser la normal competencia en el aula: “El enfoque legal es necesario para enfrentarse a delitos como el robo, la violación o el asesinato. Pero la mayoría de los actos que calificamos como bullying no son actos delictivos. Son comportamientos cotidianos que ocurren en casi cualquier grupo: insultos, críticas, rumores, exclusión social”. De hecho, recuerda Kalman, muchos psicólogos explican que pasar por este tipo de experiencias desagradables es una piedra de toque para el desarrollo de una personalidad madura.
Kalman propone volver a tratar este problema como corresponde: a través de la psicología, que muchas veces consistirá en una charla de los padres con el niño molestado para hacerle ver cómo puede aprender de la situación y ayudarle a quitar hierro al asunto. En caso de que el problema sea realmente serio, la psicología debe encargarse de diagnosticar el trastorno de conducta que corresponda, con un nombre más preciso y científico que el de bullying.
En cualquier caso, la solución no pasa por declarar una epidemia nacional que no se corresponde con los hechos, ni en convertir las escuelas en pequeños estados policiales donde, eso sí, se colocan un par de carteles anti-bullying con caras sonrientes.
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La dura realidad de la intimidación escolar
Cuando un hijo tiene dificultades en el estudio, lo primero a evaluar es la causa que genera este comportamiento. Por tanto, habrá que analizar diferentes variables, en donde la familia se convierte en un importante objeto de análisis.
¿Qué lo causa?
Según los estudios, las causas que determinan el fracaso escolar son variadas, no obstante, hay dos factores principales: los trastornos del aprendizaje (dislexia, ADHD, enfermedades físicas, etc.) y los trastornos afectivos-emocionales (ámbito familiar, pedagógico, social). En esta oportunidad nos detendremos en este último grupo, principalmente en el apartado familiar.
Para la gran mayoría de expertos, la familia ejerce un papel determinante, pues estipula unas características que pueden limitar o favorecer el desarrollo educativo de los hijos; asimismo, influye de forma directa en la estabilidad emocional de los mismos.
Hay circunstancias que se viven en el clima familiar que pueden alterar el equilibrio afectivo y perjudicar el rendimiento escolar, como son:
- Un cambio significativo en el modo de vida, por ejemplo la muerte de algún familiar o enfermedad grave, traslado de vivienda o escuela, separación del matrimonio, conflictos constantes entre los progenitores, nacimiento de un nuevo hermano, etc.
- Estilos educativos paternos: se pueden presentar las diferentes posiciones extremas. Aquella que se caracteriza por una excesiva disciplina y perfección, la cual exige a los hijos “ser los mejores” y se castiga drásticamente las fallas. O contrario a esto, un estilo educativo laxo sin lineamientos ni normas, donde los padres están ausentes en la vida académica de los hijos y los dejan a su libre albedrío. Como también, unos padres sobreprotectores quienes, sin intención, forman un niño demasiado consentido que pierde su seguridad y presenta menos tolerancia al fracaso.
- Otra causa que ha tomado bastante importancia en los últimos años, es la relacionada a las nuevas adicciones de los niños y jóvenes, como son las actividades de entretenimiento que comprenden los videojuegos, la navegación en internet, el chat, la televisión, la música, etc., las cuales requieren ejercer control en su uso para no perjudicar el rendimiento escolar.
- De igual forma, hay que considerar la etapa de la adolescencia, puesto que la sola entrada de ésta, trae consigo tantos cambios en las dimensiones del joven (física, emocional e intelectual) que en algunos incide en un notorio bajón académico, que de no saberlo manejar con la debida atención, puede desembocar en un fracaso escolar.
Igualmente, cuando un hijo no recibió una formación previa adecuada y suministrada por la familia -educadora por excelencia-, puede desencadenar complicaciones más delicadas como alcoholismo o drogadicción, las cuales están vinculadas al bajo rendimiento académico.
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¿Cómo abordar el fracaso escolar en la familia?

El fracaso escolar es una situación dificultosa que merece atención en la familia, pero tampoco debería ser un problema grave.
Así como los profesores y alumnos están llamados a asumir unos deberes, los padres también deben tomar parte activa en la vida escolar de los hijos. Este tema es de vital importancia si lo que se pretende es educar a los hijos de forma integral, logrando un trabajo conjunto entre la escuela y la familia.
Por Natalia Posada / Editora LaFamilia.info
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Los principales agentes educadores de los hijos son la familia y el colegio. Ambos deben ir en la misma dirección, compartir una filosofía similar y ser coherentes con lo que se enseña en cada escenario.
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Es comprensible que retornar a la vida ordinaria cueste un poco a los chicos, incluso también sucede con los adultos, no obstante, los padres deben motivar en lugar de entorpecer el proceso.
Por LaFamilia.info
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Además del ser el lugar donde se adquieren los conocimientos académicos, el colegio es el segundo hogar de los hijos, pasan más tiempo allí que en su propia casa.
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Parece que del estrés nadie se salva, ni siquiera los niños. Los expertos en el tema, señalan que los asuntos escolares pueden originar ansiedad y preocupación excesiva en los estudiantes, incluso en los más pequeños. Con el cierre del año escolar ad portas, vale la pena vigilar el comportamiento de los hijos.
En el mundo se discute sobre el real beneficio de las tareas escolares. Mientras hay quienes aseguran que es la única manera de desarrollar hábitos de estudio, disciplina y autonomía, otros acusan una sobrecarga que sólo consigue desmotivar. ¿Cuánto es suficiente? ¿Cuánto es demasiado?
Por cada padre que piensa que su hijo tiene muchas tareas, hay otro que dice que el suyo necesita más. Y es que en este tema, como en tantos otros relacionados con la educación, no hay consenso, sino más bien una larga y permanente experimentación. Es por eso que hoy somos testigos de cómo algunos países intentan erradicar para siempre los deberes escolares en la casa y otros insisten en exigirle a los niños cada vez más. Finalmente, ¿quién tiene la razón? ¿Qué beneficios reportan las tareas escolares?
Se reabre la polémica
Dos libros publicados el 2006 en Estados Unidos volvieron a poner el debate sobre la mesa: “The case against homework”, de Sara Bennett y Nancy Kalish, y “The homework myth”, de Alfie Kohn. Éstos cuestionan el valor de las tareas al plantear que ningún estudio ha podido demostrar su influencia positiva en el desempeño académico de un niño, sobre todo en educación básica. Para los autores, los deberes que los alumnos deben realizar en la casa no hacen más que quitarles tiempo valioso para el juego y para estar con sus familias. Además, señalan que constituyen una sobrecarga para los padres y un factor de estrés familiar.
Pero una cosa es el rendimiento y otra la formación o desarrollo de la persona. Claudia Araya, coordinadora del ciclo de enseñanza básica del Colegio Los Andes (primer lugar Simce y PSU), dice: “Uno lee muchos artículos que señalan que las tareas poco menos que sepultan la vida familiar porque exigen tiempo. Pero yo veo que cuando un niño es atleta, o toca piano, o baila ballet, los padres apoyan los ensayos o entrenamientos porque dan por hecho que tiene que practicar. Sin embargo, pocos se dan cuenta que con la facultad cognitiva ocurre lo mismo: debe reforzarse a diario, porque es una habilidad que, de lo contrario, se pierde”.
Sin embargo, Nancy Kalish (quien además es periodista y mamá) acusa la falta de preparación de los profesores en esta materia. “Si miras los programas, incluso de universidades top como Harvard, te das cuenta que la mayoría no entrena a sus futuros profesores en esa área”, escribe en The Washington Post. Por eso, señala, las tareas no están bien dirigidas ni son de calidad.
Con ella concuerda la educadora chilena Cecilia Hudson, investigadora de la Universidad de los Andes: “El gran error de los colegios y de los profesores es hacer las cosas sin saber por qué. La institución que tiene claro qué tipo de alumno quiere formar tiene claro también cómo hacerlo. Las tareas se enmarcan en esa visión”.
¿Se debieran regular?
En Chile, como en muchas otras partes del mundo, no existe una política sobre las tareas escolares. Según explica Verónica Muñoz, del Ministerio de Educación, son sólo un recurso pedagógico que puede usarse o no. Y si bien en el mundo de los colegios particulares los padres tienen la sensación de que sus hijos son víctimas de una sobrecarga académica, no es la realidad del 80% de los alumnos chilenos que recibe educación municipal, donde muchos colegios tienen como política no mandar tareas. “Los profesores saben que los alumnos en sus casas no tienen espacio ni materiales para hacerlas, y muchas veces los papás tampoco están preparados para ayudarlos”, explica Verónica Muñoz. Por eso prefieren no dar trabajos para la casa.
A juicio de quienes están a favor de las tareas, ahí radica una de las grandes causas de la desigualdad en educación. Harris Cooper, profesor de psicología y neurociencia de la Universidad de Duke, ha investigado los efectos de las tareas en el rendimiento de los alumnos y comparado distintos estudios. Desde Durham, Carolina del Norte, señala a Hacer Familia que “efectivamente hay una relación positiva entre las tareas escolares y el rendimiento académico en la educación básica superior (sexto a octavo básico)”.
Los educadores coinciden en que el objetivo central de las tareas es formar el hábito de trabajo en el niño con el fin de que progresivamente se haga más autónomo. Pero también, dice Cecilia Hudson, desarrollar en ellos la capacidad de esfuerzo. “Está comprobado que esa capacidad de superarse es la que te lleva lejos en la vida, mucho más que las habilidades cognitivas en sí”.
Isabel Martínez, profesora del Colegio Sagrado Corazón Monjas Inglesas, complementa: “Ellas también contribuyen a formar valores como la responsabilidad y el compromiso y favorecen la autorregulación”.
En definitiva, ¿cuánto?
Una conocida regla educacional establece que el tiempo dedicado a las tareas debiera aumentar con la edad. Así, en primero básico debieran ser sólo 10 minutos; en segundo básico, 20; en tercero básico, 30, y así sucesivamente. Recomendación que Harris Cooper asegura está basada en las conclusiones alcanzadas por especialistas tras analizar docenas de estudios. “Los alumnos que hacen sus tareas tienen mejor rendimiento que aquellos que no, pero sólo cuando se trata de cantidades apropiadas para el desarrollo del niño”.
De cualquier forma, los investigadores instan a los profesores a huir de la mirada exitista y competitiva de las tareas escolares. En concreto, plantean:
- El profesor tiene que tener claro el objetivo o sentido de la tarea que va a encargar, el tiempo que debieran tardar en hacerla y el grado de dificultad.
- La tarea no puede estar fuera del espectro de tiempo y capacidad ni del niño ni de sus papás. Lo óptimo es que dejen espacio para que ellos realicen otras actividades, como jugar, hacer deporte, desarrollar un hobby.
- La tarea debe estar en sintonía con lo que se ha pasado en el colegio; no puede ser algo absolutamente nuevo.
- En conjunto, las tareas de un día debieran incluir práctica de matemática, ejercicios de gramática, vocabulario o escritura, y algo de ciencias o historia. Todo en poca cantidad. Es recomendable agregar a esto 10 minutos de lectura.
- La tarea debe corregirse al día siguiente; si no, el niño recibe el mensaje de que da lo mismo si la hizo o no.
- Los proyectos de investigación deben darse con anticipación y estar bien estructurados, ojalá con una pauta de lo que se espera.
- El profesor debe buscar recursos nuevos que hagan las tareas más atractivas para sus alumnos.
- Los profesores deben coordinarse para lograr un equilibrio en los tiempos y tipos de tareas que recibe un curso.
Desde cuándo se debieran enviar tareas a los niños es otra de las grandes interrogantes de los padres. Claudia Araya señala: “Es un error antropológico pensar que éstas deben comenzar cuando son más grandes y que hasta entonces los niños sólo deben jugar, porque hay cosas que uno tiene que enseñar desde siempre. Hábitos como el orden, la laboriosidad, la responsabilidad... Y mientras más chicos, más fácil, porque son más equilibrados emocionalmente”.
Los padres pueden ayudar
La actitud con que los hijos enfrentan las tareas está estrechamente relacionada con la que reflejan sus padres. Por eso:
- Prográmelas. Hay dos períodos durante los cuales los niños pueden hacer sus tareas: inmediatamente después del colegio o antes de comida. “Deje que ellos elijan el momento”, dice Harris Cooper. “Algunos niños realmente necesitan bajar las revoluciones después del colegio, mientras que otros estarán muy cansados si esperan”. Antes de dormir es el único momento en que no se debieran hacer, porque los niños terminan acostándose mucho más tarde de lo que deberían.
- Limite las distracciones. Basta decir algo como: “Una vez que empiezas a hacer la tarea, no paras hasta que la termines, así que anda al baño ahora y come algo ahora”.
- Esté cerca, no encima. Los hijos debieran hacer las tareas solos, pero usted los puede acompañar.
- No les dé las respuestas, pero sí haga preguntas. De esa manera fomentará en ellos la curiosidad y el amor por el conocimiento.
El Padre Alfredo Márquez, L.C., director del Colegio Cumbres, señala que la mejor manera de lograr una aproximación positiva de los niños hacia las tareas es mostrándole a los padres cómo los pueden ayudar: “Les hablamos mucho de la autonomía porque percibimos un afán demasiado grande de apoyar a los hijos, lo que a veces es sobreprotección. Es importante que ellos entiendan que deben formar esa capacidad de realizar los trabajos por sí mismos y no tener miedo a equivocarse, al fracaso, porque echando a perder se aprende”.