John Henry Newman y su idea de la universidad

Marcelino Rodríguez Molinero

Newman se preocupó de clarificar lo que la Universidad es y lo que exige para merecer ese nombre, concretado todo ello en una serie de puntos cardinales.

1. La persona y su obra

Fue como un rayo caído del cielo sobre el planeta para iluminar con la luz deslumbrante de su espiritualidad la opaca materialidad que a veces aprisiona a los habitantes de la superficie terrestre dotados de inteligencia. Y había caído exactamente en aquella zona del planeta en la que la concepción materialista de la vida y del mundo, hábilmente disfrazada de liberalismo económico y moral, amenazaba con arruinar los extensos cultivos de valores religiosos y morales que la civilización cristiana había plantado durante siglos con laboriosidad incesante cuando no combativa.

Brillaba con luz propia y no prestada, incandescente, irrefragable, inconfundible, inapagable, calificativos ciertamente negativos, pero que, lejos de debilitar la carga conceptual que transmiten, la acrecientan de manera imponderable. Así fue y así me atrevería a afirmar que sigue siendo John Henry Newman, aquel atrayente gentleman inglés, casi nonagenario, con lejana ascendencia judía por línea paterna y con sangre francesa por línea materna, lo que sin duda contribuyó a modelar el perfil de su polifacética imagen, y que llenó con su meliflua presencia las nueve primeras décadas del siglo XIX, tan encomiado como controvertido.

En los dos retratos en vida que, ya anciano venerable, se le hicieron, se puede apreciar la poderosa inteligencia que asoma a través de su cansada y hundida mirada, aunque el lienzo no sea capaz de mostrarla toda entera. Aparece revestido con todos los atributos de la dignidad cardenalicia, otorgada por decisión personal del gran papa León XIII, una decisión que fue calurosamente aplaudida por la gran mayoría de los católicos y recibida con agrado por los anglicanos que quedaban del Movimiento de Oxford, de los Tractarians y del anglocatolicismo, además de ser elogiada por muchos intelectuales no católicos y por toda le gente sencilla que se declaraba cristianamente creyente.

Muchos fueron los campos en los que la intensa y fulgurante acción irradiadora de John Henry Newman regeneró compulsivamente estratos enteros, que se daban por definitivamente perdidos. Pero entre todos ellos hay uno en el que esa acción revitalizadora fue tan profunda como necesaria. Este campo no fue otro que el de la ya por entonces multisecular institución universitaria, a la que dedicó sus singulares dotes profesorales desde la temprana edad de veintiún años en el más prestigioso de sus modelos históricos: la incomparable Universidad de Oxford.

Y fue a la institución universitaria a la que dedicó una de sus obras más extensas y más admiradas, como resultado de dos series de conferencias impartidas cuando fue llamado para presidir y dirigir una de las primeras Universidades católicas.

En esta singular obra, considerada todavía por muchos única en su género, Newman se preocupó preferentemente de clarificar lo que la Universidad es y lo que exige para merecer ese nombre, concretado todo ello en una serie de puntos cardinales, que son más o menos los cinco siguientes: la definición de su esencia y la descripción de sus caracteres; la delimitación y la señalización inconfundible de sus objetivos; la perfecta demarcación de sus divisiones naturales, de sus regiones y de sus áreas de conocimiento; la distinción de la irrenunciable función docente y discente respecto de su complementaria tarea investigadora; y, por último, la necesidad de separar convenientemente la dirección, la administración y la gestión de la institución universitaria de aquellas otras tareas que constituyen su distintivo esencial y su verdadera razón de ser, cual es en primer lugar la transmisión y renovación de conocimientos de nivel superior y secundariamente la innovación y el progreso en la investigación científica.

Dentro de este marco general hay ciertamente una finalidad directa y como tal indisimulable, por mucho que se la quisiera preterir, en la singular obra de Newman, y no es otra que la discusión de las posibilidades y de las condiciones para la creación de una auténtica Universidad católica, como la que se proyectaba erigir en Dublín cuando él fue llamado para presidirla.

Con todo lo melosa que pudiera ser esta invitación para no resistirse a aceptarla, lo cierto es que Newman no lo hizo a cualquier precio y otorgando todo género de concesiones a una jerarquía católica como la irlandesa, que, enferma de solipsismo e imbuida de orgullo nacionalista pero bastante ajena a lo que una nueva Universidad consigo lleva, pretendía tirar hacia adelante importándole sólo el resultado. Firme en sus convicciones y teniendo siempre en su mente el modelo de Universidad conocido ya entonces como Oxbridge, representado por las Universidades de Oxford y Cambridge, Newman sentó como principio axiomático que una supuesta Universidad católica, antes de ser católica, debe ser Universidad, con todas las consecuencias que de tal principio se derivan y que con relativa frecuencia se ignoran.

Una Universidad católica, remarcaba en su argumentación, tiene que ser del mismo rango que cualquier otra Universidad que se precie de ese nombre y sea digna de llevarlo, bien sea propiedad de la Iglesia, del Estado o de cualquier otra entidad pública o privada que la promueva y la financie. Solamente se diferencia de ellas en su misión específica, que no es otra que la de formar hombres, o como él gustaba repetir gentleman o gentilhombres, conforme a la concepción de la vida y de la moral católicas.

Es evidente y como tal incontrovertible que estas líneas directivas e ideas programáticas en torno a la institución universitaria, expuestas de manera bella en una envidiable prosa inglesa, con frecuente recurso a las principales figuras retóricas, estaban destinadas a tener una aceptación soberanamente plausible en la cultura y en la enseñanza superior de su tiempo. Es más, su excelencia como obra literaria contribuyó poderosamente a divulgar y a hacer popular lo que la Universidad representa en la configuración y evolución de la Sociedad moderna. Además este eco sonoro alargaría su resonancia a la inevitable sucesión de las generaciones futuras, no sólo de Gran Bretaña e Irlanda, sino también de todos los países de habla inglesa, sobre todo aquellos más próximos a su ámbito cultural, como son los Estados Unidos y Australia. Pero tampoco quedaron ajenos a su influencia otros ámbitos culturales, principalmente los más cercanos del continente europeo.

2. La génesis de un libro, único en su género

Contra lo que a primera vista se pudiera pensar y contra lo que algunos inesperadamente opinan, el gran libro de Newman The Idea of a Universiity no fue un libro unitariamente planeado y escrito. Lo componen varias piezas, muy bien ensambladas ciertamente y en dos grandes bloques soldadas, de los que resultan dos partes, preparadas y escritas en una distancia temporal de dos a cuatro años. La primera parte, más sustantiva y uniforme, contiene una serie de lecciones o conferencias, impartidas por Newman en 1852 tras ser nombrado Rector de la todavía en proyecto Universidad Católica de Dublín. A ellas se añadieron otras cinco, que no fueron pronunciadas.

Reelaboradas como ensayos y ampliado el texto con otros materiales, convenientemente adaptados, fueron publicadas a finales del mismo año 1852 con el título Discourses on the Scope and Nature of University Education y con el rótulo añadido Addresed to the Catholics of Dublín. Además de un largo prefacio, este primer libro independiente contiene una introducción no muy extensa y se presenta dividido en nueve discursos, que corresponden a las diez conferencias, ya que el texto de la primera se refunde en el prefacio. En ellos se discuten las cuestiones principales que cualquier proyecto de fundación de una Universidad nueva, y además denominada católica, exige resolver o por lo menos tener en cuenta.

La segunda parte de la obra conjunta recoge el texto, también retocado, de otra serie de lecciones o conferencias sobre diversas materias concernientes a la Universidad, en particular sobre las diversas ramas en que el conocimiento científico se divide. Primeramente se publicó también como libro independiente en 1858, con el expresivo título Lectures and Essays on University Subjects. Al año siguiente, 1859, se publicó una revisión del primer libro editado en 1852, ahora con el título abreviado The Scope and Nature of University Education.

Sólo en 1873, es decir, más de dos décadas después de publicado por primera vez este primer libro, aparecieron los dos libros unidos con el título desde entonces universalmente conocido de The Idea of a University, y con el añadido, tan típico de los libros ingleses del momento, Defined and Illustrated. En él se distinguen claramente las dos partes que lo componen, intituladas e inicialmente descritas del modo siguiente: I In Nine Discourses, delivered to the Catholics of Dublín; y II In occasional Lectures and Essays addresed to the Members of the Catholic University.

Su éxito editorial superó todas las expectativas, hasta tal punto que de él se hicieron nada menos que nueve ediciones, cuidadas por el propio autor durante su vida, la última publicada precisamente en 1889, un año antes de su fallecimiento. Agotada también en poco tiempo, fue reimpresa como edición definitiva en 1891, poco después de la muerte de Newman, por la prestigiosa editorial Longman, la editora de casi todas sus obras. Es el texto que desde entonces ha servido de modelo para todas las ediciones posteriores hasta la edición crítica de Ian Ker, publicada por Clarendom Press en 1976. Aun así sigue siendo editada posteriormente, por considerarla el texto uniforme más fiable y completo.

Cuando Newman se decidió a publicar los nueve discursos y los diversos ensayos que componen su obra conjunta, tenía un conocimiento muy profundo y una experiencia muy amplia de la vida universitaria, tanto en calidad de alumno como en cuanto docente y profesor, incluyendo el desempeño de importantes cargos. Pues había ingresado como alumno del Trinity College de Oxford cuando apenas contaba dieciséis años; se había graduado a los diecinueve años, y a los veintiuno, tras superar las duras pruebas del concurso en pugna con otro cualificado candidato, había conseguido una plaza de Fellow en el Oriel College, que en aquellos años era el de más prestigio de la Universidad oxoniense.

Fue en él donde ejerció la función docente durante más de dos décadas y además desempeñó cargos directivos. Pero sobre todo es de señalar que, con sólo veintisiete años, había sido nombrado Vicario de St. Mary, cargo que le ponía al frente de la iglesia oficial de la Universidad de Oxford, con todo lo que esto representaba entonces, al ser ésta la tribuna universitaria en la que se abordaban las más candentes cuestiones relacionadas con la confesión anglicana. Mientras Newman regentó el centro, la audiencia se fue incrementando progresivamente, sobre todo en la década de 1830, coincidente con el famoso Movimiento de Oxford y el grupo conocido como los Tractariam o tratadistas, por la publicación que hacían de una serie de folletines -los Tracts- sobre los principales temas del dogma anglicano y de la moral cristiana. Era ésta una hoja de servicios difícil de superar, sólo quebrada por la intransigencia anglicana tras su conversión al catolicismo.

3. Definición de la esencia y delimitación de los objetivos de la Universidad

Para salir al paso de cualquier especulación ensoñadora y para evitar divagaciones innecesarias, Newman dedica el primer párrafo del prefacio de su obra a fijar con toda exactitud lo que una Universidad es o debe ser. Dice en efecto: «Mi visión de la Universidad en estos discursos es la siguiente: que ésta es un lugar para enseñar conocimiento universal. Esto implica que su objeto es, de una parte, intelectual, no moral; y, de otra parte, que es la difusión y extensión del conocimiento antes que su avance. Si su objeto fuera la investigación científica o filosófica, no puedo ver por qué la Universidad debe tener estudiantes; si es la formación religiosa, no veo cómo pueda ser la sede de la literatura y de las ciencias». Y, para más claridad y contundencia, comienza así el segundo párrafo: «Such is a University in its essence», «tal, es una Universidad en su esencia». Y remata su argumento añadiendo «independientemente de su relación con la Iglesia», es decir, de que sea una Universidad católica o de otro signo.

Si bien es verdad que Newman reconoce desde un principio la diversidad de campos que la enseñanza superior universitaria cultiva, como lo demuestra esta distinción inicial de literatura y ciencias, la idea central de su obra, resaltada insistentemente a lo largo de la amplia serie de discursos y conferencias que originariamente la componen, es la unidad y la excelencia de la Universidad como institución.

La razón de la unidad es doble: en primer lugar porque la verdad es única y no es admisible abrir la puerta a un relativismo académico, que corra paralelo al relativismo moral; y en segundo lugar porque carece de sentido imaginarse campos de conocimiento tan diversificados de Letras y de Ciencias, de Humanidades y de Ciencias positivas, o bien de estudios científicos y estudios técnicos, sin referencia obligada a una base sólida común sobre la que todos ellos deben asentarse. Y el fundamento de su excelencia es único y no es otro que la necesidad de reconocer un nivel superior de conocimientos, tanto respecto a su posesión como a su difusión, en la cultura y en la civilización humanas. Incapaz de sustraerse al ambiente selectivo de la época victoriana que le tocó vivir, Newman no duda en calificar a la Universidad de «imperial intellect», recurriendo como otros escritores del momento a la comparación con el Imperio británico para ejemplificar la grandeza de una fundación o de una institución.

Es evidente y como tal indiscutible que el modelo de Universidad que Newman tiene presente es el de su propia Universidad de Oxford. Por eso sugiere que una Universidad, para ser tal, debe contar al menos con estas cinco Facultades: Teología, Filosofía y Letras, Derecho y Economía, Medicina y Ciencias. Dentro de ellas menciona a veces alguna que otra sección, como, por ejemplo, Filosofía, Literatura, Bellas Artes, Astronomía, Geografía y Biología, lo que permite incluir en la lista una serie de centros que en su tiempo o no existían o estaban todavía en mantillas.

La inclusión de la Teología, y además como primera Facultad, se explica por el rango que tenía entonces en Oxford y Cambridge y también en las principales Universidades europeas. Su insistencia en la necesidad de mantener la unidad dentro de esta diversidad, considerando estas Facultades como partes integrantes esenciales de lo que una Universidad debe ser, y sobre su utilidad como estudio superior para la formación integral humana, corre pareja con la inculpación y crítica acerba a la mentalidad surgida de la Revolución francesa, algo que le resultaba tan rechazable y hasta repugnante que su primer viaje al mediterráneo y al sur de Italia lo hizo bordeando Francia para no pisar la tierra generadora de la irreligiosidad y la increencia.

Hay en esta idea de la Universidad que Newman presenta tan pulcramente dos advertencias muy importantes, que se repiten también de forma reiterada a lo largo de las páginas de su obra y que deben ser convenientemente resaltadas. La primera es que toda Universidad, que se precie de llevar dignamente tan noble nombre, debería tener todas o al menos la mayoría de las cinco Facultades mencionadas, o bien sus sucesivas ramificaciones. De poseer sólo alguna o algunas no debe ser considerada una Universidad independiente, sino más bien dependiente de otra como centros asociados, en cuyo supuesto sí pueden conservar el rango de estudios superiores universitarios.

Lo exige la naturaleza misma de la Universidad como institución unitaria dedicada a impartir conocimiento universal y no conocimientos particulares, radicalmente limitados a la parcela científica que cultivan. La segunda advertencia es quizá más preocupante desde la perspectiva actual. Consiste en que sólo merecen acogerse a la denominación aquellos estudios superiores que pertenezcan a los amplios géneros de Letras y de Ciencias o, como hoy se les prefiere llamar, de Humanidades y de Ciencias positivas. Los estudios técnicos, por muy elevados que sean, no deben recibir, en su opinión, el nombre de Universidad, sino de Escuelas Superiores de Estudios Técnicos.

Es lo que hoy se llaman, sobre todo en la terminología anglosajona, simplemente Politécnicas, si bien en la mayoría de los países, usurpando un nombre que por naturaleza no les corresponde a tenor de lo dicho, por no versar sobre el conocimiento universal ni tener como meta la formación integral, suelen llamarse Universidades Politécnicas o simplemente Universidades Técnicas. Como natural rechazo quedan también fuera de la denominación mentada los estudios de grado medio dedicados a enseñar o a formar para el ejercicio de una profesión de carácter más bien laboral o manual. Aquí la usurpación y el abuso lingüístico es mucho mayor y por ende más recusable, como ocurrió, por ejemplo, con los cinco centros inexplicablemente llamados Universidades laborales en el anterior régimen político español, que la fanfarronería franquista propalaba a diestro y siniestro como cosa única en el mundo.

El propio Newman, que fue pionero en la creación de este tipo de centros, los llamó simplemente escuelas de formación o Escuelas politécnicas, como ocurrió en las anejas a su fundación más preciada, el incomparable Oratorio de Birmingham, instaladas en la ciudad industrial del centro de Inglaterra y que estaban destinadas a la formación técnica y humana de jóvenes adolescentes, preferentemente de la zona industrial. Habían sido precedidas por otras escuelas de rango inferior, que continuaron funcionando, y que fueron creadas para enseñar y sacar del analfabetismo a los niños pobres o procedentes de familias emigrantes irlandesas sin apenas recursos, como eran los muchos que se hacinaban en los slums de los barrios más míseros y conflictivos de la gran ciudad industrial.

4. Primacía de la función docente sobre la investigación

Otra de las peculiaridades constantemente presentes en la gran obra de Newman sobre la Universidad, y que aparece también consignada en su párrafo inicial, es la primacía, casi cabría decir, a tenor de lo que escribe, la absoluta preeminencia de la función docente sobre la labor investigadora, hasta tal punto que aquélla constituye, según él, la auténtica razón de ser de la Universidad como institución. En este más que en ningún otro aspecto Newman tiene delante, como él mismo reitera más de una vez, el modelo inglés de la Universidad de su tiempo y más en concreto el modelo Oxbridge, es decir, el de las Universidades de Oxford y Cambridge.

Poco más adelante, sin salir del prefacio, explica y matiza esta preeminencia señalando que no es que la investigación deba ser excluida de los objetivos propios de la Universidad, sino que más bien ésta es una tarea secundaria frente a la indispensable función docente. Lo cual no supone, en su opinión, sacrificar el progreso científico o renunciar a él. Lo único que indica es que, de anteponer la investigación a la docencia, la Universidad pervertiría su misión esencial. Y es que, sigue explicando, la investigación como tal es más bien propia de otras instituciones, como las Academias científicas, tan celebradas en la Francia e Italia de su tiempo, que en la práctica estaban vinculadas frecuentemente a las Universidades en calidad de Comisiones, de Institutos o de Delegaciones, y como tales plenamente subordinadas a ellas.

Tal es el caso, ejemplifica, de la Royal Society en la Universidad de Oxford, fundada en tiempos de Carlos II, o de la Sociedad Ashmolean o la de Arquitectura, también adscritas y subordinadas a la Universidad oxoniense; como también lo era la British Association en la mayoría de las Universidades protestantes del Reino Unido y en las erigidas en otros países culturalmente dependientes de él; y lo era asimismo la Royal Academic de Bellas Artes.

Todas estas y otras instituciones similares tenían como objetivo primordial las ciencias y el progreso científico y no los estudiantes. Para convencer de que esto es así y que no es exclusivo del modelo inglés de Universidad, invoca la autoridad del eminente cardenal francés de la curia romana Hyacinte Segismonde Gerdil (1708-1802), fallecido al año siguiente de que él naciera, quien, saliendo al paso de una posible confrontación de objetivos, dejó escrito que no había oposición real de ningún género entre el espíritu de las Academias y el de las Universidades, pues únicamente se trata de puntos de vista diferentes. Y declara, en el mismo sentido que Newman, que «les Universités sont établies pour enseigner des sciences aux éleves qui voulent s»y former; les Académies se proposent de nouvelles recherches a faire dans la carriere des sciences» (Opera, Romae 1806-1821, vol. III, p. 253).

De todo ello se desprende que, según estos presupuestos, una Universidad que careciera de actividad docente y que no tuviera estudiantes, no merecería apropiarse de ese excelso nombre, por muy alta que fuera la tarea investigadora y por muy exitosos que fueran los resultados obtenidos en ella y los avances y el progreso del conocimiento científico conseguidos.

Para mejor determinar ese objetivo esencial e irrenunciable de la transmisión de conocimientos, Newman no escatima páginas dedicadas primariamente a explicar en qué consiste ese objetivo. Para comprobarlo, basta con reseñar brevemente el contenido temático de cada uno de los discursos o capítulos que componen el libro. En el discurso inicial, que sirve de introducción, contrapone la formación universitaria de inspiración católica a la formación liberal de orientación laica y agnóstica. Sobre esta base, en el siguiente discurso trata de demostrar que la Teología es una rama del conocimiento científico, no sólo por su objeto sino también por su tradición histórica, por lo que, en una Universidad de inspiración católica, debe impregnar a todas las demás ramas de conocimiento científico.

A poner de manifiesto esta implicación mutua están destinados sendos discursos. Los tres siguientes discursos de la primera parte, sin duda los más importantes y que más eco siguen teniendo, se centran en el análisis del conocimiento como objeto propio de la enseñanza universitaria, así como la relación existente entre el conocimiento científico y la formación profesional y técnica, y viceversa. Bien es verdad que los dos últimos discursos, el octavo y el noveno, vuelven en cierto modo al principio, algo así como la serpiente que se muerde la cola, dibujando en el suelo un círculo que, al ponerse en movimiento, queda indefectiblemente marcado, y se ocupan de la relación del conocimiento científico con el deber religioso y de las obligaciones de la Iglesia con el conocimiento científico y con su progreso.

Es necesario fijar sobre todo la atención en los tres discursos capitales, que constituyen el núcleo de la primera parte del extenso libro, de un valor inapreciable, tanto por su denso contenido como la bella forma en que están escritos. Aunque pensados para ser impartidos como conferencias o lecciones extraordinarias, cinco de ellos no fueron pronunciados sino más bien directamente escritos para ser publicados. Entre ellos figuran esos tres discursos centrales. De ahí procede seguramente la precisión de los conceptos y la pulcritud del lenguaje que en ellos se detecta.

Es sorprendente todavía hoy la agradable sensación que causa el leer y volver a leer el primero de ellos, el que lleva el número cinco, el más elogiado de todos por la crítica tanto científica como literaria. Trata nada menos que de demostrar que el conocimiento, así designado en abstracto y genéricamente conceptuado, es el objetivo fundamental y la razón de ser de la Universidad como institución social. Naturalmente que, tras una reposada lectura de sus primeros párrafos, advertimos que el discurso no se refiere a todo tipo de conocimiento y mucho menos al conocimiento vulgar u ordinario, sino solamente al conocimiento científico y filosófico. Y al progresar en la lectura y adentramos en la trama temática de todo el discurso, comprobamos que nos hallamos ante una descripción del conocimiento científico, que nada tiene que envidiar al análisis epistemológico más exigente hecho desde la perspectiva actual.

Este alto nivel se mantiene en el siguiente discurso, que versa sobre el conocimiento científico, visto desde su relación con la docencia y con el aprendizaje o más simplemente con la formación científica y humana de los alumnos. Y culmina en el discurso séptimo, en el cual se examinan comparativamente el conocimiento científico, propio de la educación universitaria, y el conocimiento técnico, propio de la formación profesional.

5. Un recorrido ilustrado por las diversas ramas del conocimiento científico

Las conferencias o lecciones extraordinarias, que en su conjunto constituyen la segunda parte de la gran obra de Newman The Idea of a University, fueron impartidas, aunque tampoco todas ellas, cuando ya ejercía el cargo de primer Rector de la recién erigida Universidad Católica de Dublín, que comenzó su andadura oficial en octubre de 1854. Versan sobre materias diversas, todas ellas relativas a la Universidad, aunque predominan las que describen y presentan las peculiaridades de cada una de las grandes ramas del conocimiento científico.

La imagen más gráfica de la indisoluble unidad común de éste y de la diversidad de sus ramas es sin duda alguna la conocida metáfora del árbol de la ciencia, tan divulgada desde la Edad Media y actualizada en el siglo anterior a Newman. El caso es que desde la época moderna el árbol de la ciencia o de las ciencias constituye el mejor recurso para expresar con él la unidad de la ciencia y del conocimiento científico así como de sus primeras y sucesivas divisiones.

De esta serie de conferencias o lecciones magistrales sobre asuntos o materias concernientes a la Universidad, en su mayor parte impartidas de hecho en diversas ocasiones, y cuyo texto fue adaptado por Newman para que constituyera la segunda parte de su obra conjunta hay cuatro que merecen atención especial, en cuanto versan sobre las primeras divisiones o grandes ramas del conocimiento científico y que como tales dieron origen a las primeras Facultades universitarias, concebidas como unidades orgánicas dentro de la institución unitaria que es la Universidad como corporación de Derecho público. Las cuatro fueron pronunciadas en actos solemnes de la joven Universidad Católica de Dublín en los cuatro años en que J. H. Newman ejerció efectivamente el cargo de Rector.

La primera de ellas, con el título Christianity and Letters, fue impartida en la solemne inauguración oficial de la Facultad de Filosofía y Letras en noviembre de 1854, que en la tradición medieval se llamaba todavía Facultad de Artes.

La segunda conferencia trata de la literatura católica en lengua inglesa, con la cual Newman se introduce en el recinto propio de lo que después fue Facultad de Filología, como primer desgaje de la robusta rama inicial Filosofía y Letras.

La tercera, impartida en noviembre de 1855 ante una numerosa y entusiasmada asistencia con motivo de la puesta en marcha de la Facultad de Medicina. Su título es Christianity and Physical Science, denominación ésta que tiene su explicación en el hecho histórico de que, hasta muy avanzada la época moderna, los médicos todavía eran llamados físicos, según el nombre que habían recibido en la cultura griega. Y la otra conferencia, muy acertadamente titulada Christianity and Scientific lnvestigation, fue pronunciada en la entonces indivisa Facultad de Ciencias en el mismo año 1855 durante el primero de los tres términos o trimestres, en que, según la tradición universitaria inglesa, se dividía y sigue dividiendo el curso académico.

En estas cuatro lecciones magistrales Newman derrocha inteligencia, sabiduría, perfecto conocimiento de las peculiaridades de cada una de las grandes ramas científicas tratadas, gran dominio de la terminología que cada una de ellas utiliza, combinación adecuada del lenguaje científico o técnico con el lenguaje ordinario, pulcritud insuperable de la expresión lingüística y excelente manejo de la técnica oratoria, lo que, con sus cuidados ademanes y su resonante voz, hacían las delicias del público asistente y todavía hoy dejan percibir sus encantos a través del velo de la prosa escrita.

En todas ellas, después de un atrayente exordio, Newman presenta un detenido análisis de lo que es y significa cada una de estas primeras divisiones del árbol de la ciencia, destaca sus caracteres o notas constitutivas como ramas específicas de conocimiento científico, señala sus coincidencias y sus divergencias, ilustra con datos históricos su separación del tronco común de la ciencia y su formación y desarrollo posterior hasta la madurez alcanzada y, por último, resalta su grandeza y su contribución al progreso de la civilización y de la cultura humanas. Todo ello, una vez más, sin perder de vista su preocupación fundamental, que es la de mostrar la unidad congénita que, como estudios superiores de una misma Universidad, por naturaleza las hermana y preside.

6. La idea de la Universidad de Newrnan y la Universidad de nuestro tiempo

No es tarea fácil comparar el prototipo propuesto por Newman de lo que una Universidad es o debe ser con las Universidades que existen o que se erigen en nuestro tiempo. Pese a ello es una tarea que no puede ser preterida, en cuanto viene exigida por el propio título de su obra y por la índole de este artículo y por la del órgano en que se publica.

Lo primero que cabe anotar es que el modelo de Universidad ideado por Newman y el modelo hoy día predominante en la mayoría de los países, entre ellos España, no se corresponden El ideal humanista de la concepción tradicional europea de la Universidad se ha olvidado, por no decir que se ha perdido.

La fundación y la supervivencia de una Universidad han pasado a ser también, por muy lamentable que sea reconocerlo, uno de tantos productos del mercado. Con lo cual aquella luminosa idea de ser la sede unitaria del saber, cuya misión esencial consistía en impartir conocimiento universal ha palidecido de tal manera que apenas se puede vislumbrar su imagen en la multitud y variedad de centros que se atribuyen el noble nombre de Universidad. Y con ello han desaparecido también ilusiones tan excelsas como la del imperial intellect o la de la formación integral humana, forjadora de gentilhombres – gentleman-, cuya presencia en una Sociedad moderna es un signo indeleble de su prosperidad y de su desarrollo.

Si bien es verdad que Newman no dejaba de inculcar que el conocimiento intelectual es una cosa y la formación moral es otra, también lo es que para él esta última debe ser una misión irrenunciable de la educación universitaria. Hoy día en cambio, debido en gran medida al proceso de secularización, la formación moral se considera totalmente ajena a la institución universitaria de la misma manera que la formación religiosa.

Pero la divergencia más notable, y ésta sí que merece mayor atención, entre el modelo de Universidad de Newman y el modelo actual, es su exigencia de que, en aras de esa condición de ser el lugar en el que se custodia y se transmite el conocimiento universal, toda Universidad, que se precie de llevar dignamente ese nombre, debe tener todas o al menos la mayoría de la Facultades clásicas y tradicionales, a saber: Teología, Filosofía y Letras, Derecho y Economía, Medicina y Ciencias. Respecto a aquellas que se han dividido, como ocurre con Filosofía y Letras y Ciencias, bastaría con que contaran con alguna de sus principales ramas.

Habrá que exceptuar obviamente la Teología, la cual, aunque todavía se mantiene en muchas Universidades europeas, como en el modelo Oxbridge o en la mayoría de las del ámbito germánico, desde la Revolución francesa ha sido literalmente barrida de todas las Universidades públicas y de las privadas no confesionales en todos aquellos países, como España, que han optado por el modelo napoleónico. Aún con esta excepción, la divergencia subsiste y, si bien es verdad que las principales Universidades, o al menos las de larga tradición histórica, cumplen sobradamente ese requisito, proliferan los centros de nueva creación que, sin reparo alguno, utilizan el nombre de Universidad ignorando totalmente esa exigencia, como si lo único exigible fuera ponedle el nombre de una personalidad histórica o actual para presentarse al público como Universidad independiente.

La otra característica esencial del modelo de Universidad de Newman era la primacía o la absoluta preeminencia de la función docente sobre la función investigadora. Por mucho que se quiera discutir, esta exigencia debe ser mantenida en pie, y la sutil advertencia de Newman de que una Universidad sin estudiantes no sería propiamente una Universidad, debe seguir vigente con todas sus consecuencias.

Otra cosa es que actualmente la investigación haya alcanzado mayores cuotas en la Universidad de las que tenía en su tiempo. Entre otros motivos porque las instituciones que él menciona, las famosas Sociedades o Academias científicas, o los Institutos científicos, se han integrado plenamente en la Universidad de la que dependían o a la que estaban subordinados. La misma Universidad de Oxford, que es el modelo directo en el que Newman se inspira, no tardó en englobar en su seno la función investigadora como función y propia y específicamente suya, hasta tal punto que en la actualidad es una de las Universidades principales del mundo en lo que a investigación científica se refiere, no sólo en las ciencias experimentales, sino también en Medicina y en Humanidades. Ahí está para comprobarlo su incomparable complejo editorial, con un sello de distinción en todos los campos de la investigación y del conocimiento científico y técnico.

Autor:
Marcelino Rodríguez Molinero

Catedrático de Filosofía del Derecho
Universidad Complutense de Madrid

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