Somos hijos de Dios

P. Javier Abad Gómez
06.06.2008

Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todo cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificamos con Él, para realizar en el lugar donde estamos su misión divina 274.

Se trata de la vocación universal a la santidad, que no requiere un llamamiento especial de huída del mundo, ni es privilegio de unos pocos que se retiran del mundo para hacer oración y penitencia en la tranquilidad de su apartamiento. Esta convocatoria universal es consecuencia como toda la vida del cristiano de la Filiación Divina, del comportamiento que corresponde a un hijo de Dios. Y es a partir de esta realidad, como mejor se podrá entender el deber de hacer santa toda nuestra vida, de santificar el trabajo y el estudio, de convertir una hora de estudio o de labor en oración, de unirnos a Dios por medio de las cosas normales y corrientes de la vida ordinaria.

La vocación a la santidad no está circunscrita por una particular perfección personal, aunque sí pide que realicemos con la mayor delicadeza nuestras actividades cotidianas. De lo que se trata, en esencia, es de amar, de hacer grandes por el amor a Dios, a los demás y a lo que realicemos las realidades pequeñas, las circunstancias normales de cada jornada. De alguna manera igual a como la Virgen María, San José y el mismo Jesús en el hogar de Nazaret convirtieron la sencillez de una familia como tantas otras de su época y de siempre, en un camino de amor.

Bendita normalidad que puede estar llena de tanto amor de Dios. Porque eso es lo que explica la vida de María, su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar ahí, donde la quiere Dios y cumpliendo con esmero la voluntad divina… Hemos de procurar ser como ella en las circunstancias en las que Dios quiere que vivamos… 275

“Hemos de procurar ser como ella…” Pero siempre con la idea central que enmarca la enseñanza de la Religión: buscar, encontrar y llegar a amar a Cristo. Hasta ser como se explica en el capítulo sobre la filiación divina el mismo Cristo.

El punto de partida

Cuando se dice que la vida cristiana comienza en el Bautismo, es necesario comprender en todo su profundo sentido esta expresión. En el Bautismo, Dios toma posesión de nuestra vida, nos introduce en la Vida de la Santísima Trinidad mediante una verdadera participación de su divinidad, nos convierte en hijos de Dios. Todo esto tiene una inmensa trascendencia que es necesario considerar con atención, para sacar consecuencias prácticas en el vivir cristiano.

A partir del momento en que se recibe la gracia bautismal, el Espíritu Santo comienza a actuar en el bautizado, convertido en ese momento en santo: de tal manera que si muriese sin haber cometido un solo pecado, iría inmediatamente al Cielo. Es esa santidad fruto del bautismo, la que a lo largo de la vida el cristiano debe intentar conservar y hacer propia, con las gracias sucesivas y el esfuerzo personal por derrotar pecado y sus consecuencias.

Hecho partícipe de la vida divina, al bautizado sólo le queda un camino lógico coherente con la gracia recibida gratuitamente: corresponder con todas sus fuerzas. A esta correspondencia cabe llamarla adecuadamente santidad. La cual no es consecuencia de una vocación posterior, sino que tiene como punto de partida la gracia inicial, por la que fue introducido en la vida de Dios y de la cual tendrá que luchar con denuedo para no salirse.

Los demás sacramentos irán desarrollando las virtualidades específicas de cada uno, siempre con miras a la plenitud cristiana bien como consolidación de la gracia bautismal y llamada al apostolado, en la Confirmación; como alimento necesario para recorrer el camino de la vida, en Eucaristía; recuperar la salud perdida por el pecado, en la Penitencia siempre y en la Unción de enfermos a la hora de la debilidad suprema; garantizar la supervivencia de la especie y de la Iglesia simultáneamente en los dos sacramentos sociales matrimonio y orden sagrado.

Unidad de vida

El Bautismo introduce una vida divina en la persona, como una especial sobrenaturaleza, por la que queda dotada de lo que se puede denominar con expresión original de san Josemaría Escrivá de un instinto sobrenatural que, como él mismo afirmaba, lleva a purificar todas las acciones humanas, a elevarlas al orden sobrenatural y convertirlas en instrumento de apostolado. De este modo se adquiere la posibilidad de dar a la existencia una unidad de vida, sencilla y fuerte de cuya consistencia depende en buena parte la santidad.

Esta unidad de vida tiene como expresión cabal la vida contemplativa. Este camino de contemplación de Dios no es exclusivo de sacerdotes, ni de aquellos religiosos que suelen denominarse con el título de contemplativos. El camino de la contemplación de Dios en medio del mundo es para todos los cristianos.

La vida cristiana debe ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a nosotros y en los cielos (…). En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios 276.

Vivir de la fe, por la fe y en la fe

Para llevar una vida interior así, una vida de contemplación en medio de las ocupaciones ordinarias de cristiano corriente en el mundo, se necesita vida sobrenatural: vivir de la fe, por la fe y en la fe. Así entendida y vivida, la fidelidad cristiana es operativa, conduce a la reforma de la vida, a una continua rectificación de la conducta como rectifica el ingeniero de vuelo el rumbo de su nave con el fin de que esté orientada permanentemente hacia el verdadero fin, hacia la meta definitiva: la identificación con Cristo. Sin fe no tiene sentido ni rumbo la vida del cristiano. Por eso la fe, la visión sobrenatural, pertenece debe pertenecer a la normal existencia del bautizado y abarca desde las más grandes decisiones, hasta las menudencias del acontecer cotidiano.

Cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se preocupe de sus hijos. Piensa en la religión como en algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se explica con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos. Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada” 277.

De ahí brota lo que hemos mencionado atrás como unidad de vida, a la que ya dedicamos un capítulo anterior. Esta doctrina de la unidad de vida se basa en la gracia de Dios que informa la naturaleza humana, la sana, la eleva, pero formando un todo naturaleza y gracia, un único sujeto de operaciones, una sola persona humana, que actúa con un solo corazón, una sola mente, unos mismos sentimientos, un único modo real de comportarse en el templo, en la vida de oración, en la recepción de los Sacramentos y en la calle, en sus actividades ordinarias de trabajo o familiares.

Todo en plena coherencia o armonía, de tal manera que todo influye en todo, sin fracturas de personalidad ni compartimentos estancos. Esta doctrina es un redescubrimiento profundo de lo que el Verbo Encarnado nos reveló, especialmente en los treinta años de trabajo en el taller de José, ratos de convivencia en el hogar de Nazaret, normalidad como dijimos que está llena de amor de Dios. Perfecto entramado entre oración, trabajo y preocupación apostólica por los demás.

Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres.

Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo. Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius 278, el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra.

Era el faber, filius Mariae79, el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas 280y281

Para Dios, toda la gloria

Entendido de este modo, el trabajo no consiste simplemente en dedicarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor: y se convierte de este modo en oración: “Sea que comáis, sea que bebáis, o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo a gloria de Dios”282.

En tal unidad de vida el trabajo, noble por su misma naturaleza, debe ser algo que el hombre hace y algo que hace al hombre. Adquiere una nueva dimensión sobrenatural, en la que su valor le viene más del amor de Dios con que se hace, que de una evaluación basada en rendimientos o en baremos exclusivamente humanos.

En razón de la gracia obtenida por el Bautismo, el cristiano, bien sea que esté practicando el deporte, en el aula de clase, en la soledad de un laboratorio, en la habitación de un hospital, en el cuartel, en la fábrica, en el campo, en el hogar de familia, o en medio de la calle, sabe que Dios lo espera, lo acompaña, lo contempla. En todo, se descubre un sentido nuevo, divino, que da a la existencia sabor sobrenatural.

Como fruto de la búsqueda de Cristo, de dejarse penetrar por su gracia, de la perseverancia en los caminos de oración, del irse llenando de deseos de santidad y de amor a Dios, se despliega el celo apostólico. El trato con Jesús llena el alma del Amor que Cristo tiene por todos los hombres.

En esta doctrina sobre la santidad de la vida ordinaria y la unidad de vida, debe entrar necesariamente la devoción a la Virgen María, puesto que ella, después de Jesucristo, es el modelo perfecto de lo que es y debe ser la existencia cristiana, que busca la santidad en las cosas corrientes de la vida en medio del mundo.

Notas
273 Cfr. José María Casciaro, La santificación del cristiano en medio del mundo, artículo del libro “Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer el Opus Dei”, pp. 109-171.
274 Es Cristo que pasa, n. 110.
275 O.c., n. 148.
276 O.c., n. 116.
277 Amigos de Dios, n. 312.
278 Mateo XIII, 55.
279 Marcos VI 3
280 Juan XII 32
281 Es Cristo que pasa, nn. 14-15.
282 I Corintios, 10, 31.

Tomado del libro: » El valor de la Fe», del P. Javier Abad Gómez

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