El perdón: un don perfecto

Pbro Dr. Antonio Orozco Delclós
06.06.2008

Es bien sabido lo que dice San Juan, inspirado por el Espíritu: Dios es amor. ¿Qué sabemos del amor? Un poco, por lo que aquí en la tierra vemos o experimentamos en los llamados enamorados: cada uno está en el otro con el pensamiento y el corazón, parece que no tienen ojos sino es para su amor. Si lo liberamos de cualquier forma de egoísmo o imperfección y lo elevamos con el pensamiento a la perfección infinita, tenemos una pista, una idea lejanamente aproximada de lo que es la Vida divina.

Dios es el amor eterno, pleno e infinitamente enamorado; y por eso es la infinita felicidad, eterna, inagotable, amor que no se agosta, que existe en una plena y eterna juventud. Dios es más joven que todos.

El amor infinito es lo que vive Dios en su relación interpersonal trinitaria. Y ese amor se vuelca primero en la creación y después, con maravillosa continuidad, en la salvación del hombre caído. Dios nos quiere a cada uno como si fuéramos su único hijo. Para Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es un hecho. Y al vernos radicalmente indigentes, alejados de Él -de la felicidad infinita, para lo que nos había creado-, perdidos sin rumbo y sin norte, con el horizonte cerrado por las consecuencia del pecado original y de los pecados personales, hace algo asombroso: el Hijo de Dios se hace Hijo del hombre y nos redime con la cruz. Esto dicho está muy brevemente- abre de nuevo a la humanidad el horizonte eterno, la grandiosa posibilidad de la bienaventuranza sin término, es decir, la inmersión en el océano de Amor enamorado y enamorante que es la Trinidad.

Por los frutos se conoce el árbol

Sería menester una enorme biblioteca para balbucear todo esto, pero podemos y debemos comprender que no se puede ser amado «impunemente» por un Amor infinito. Y ahí tenemos todas las páginas rojas de la historia para brindarnos un poco de luz sobre las consecuencias de volver la espalda al Amor. Las consecuencias de un acto, de ordinario, nos revelan su naturaleza moral. Por sus frutos se conoce el árbol.

Es preciso advertir que la ofensa a Dios, el desamor, no es una ofensa a quien nos ha dado algo, poco o mucho (nuestros padres nos han dado mucho con la vida), sino a quien nos ha dado radical y absolutamente todo. Tanto que sin Él no seríamos absolutamente nada. No habría latidos en nuestro corazón, no habría respirar en nuestros pulmones; más aún, no habría nada de nada, no seríamos en absoluto.

Todo lo que somos y podemos llegar a ser (hermanos del Hijo de Dios, hijos de Dios y coherederos de su gloria) lo hemos recibido. ¿Qué tienes tú que no hayas recibido?, es la pregunta de san Pablo que da de lleno en línea de flotación de cualquier género de autosuficiencia. ¿Qué significa negarse al Amor de Dios, rechazarlo, decidirse a no corresponder con todas las fuerzas? Mientras no se responda satisfactoriamente a semejante pregunta no sabremos quién es el Amor y quiénes somos nosotros mismos.

Negar a Dios, negar que Él es el Creador y nosotros sus creaturas es negar todo lo valioso de nosotros mismos, nuestra relación con la Verdad, con la Belleza y el Amor. Es algo monstruoso que sólo por la ceguera misma que causa el pecado, no advertimos. Es incurrir en una real deformación del núcleo de nuestro ser personal, que es de donde proceden esas negaciones. Se llama al pecado «mancha». Es una metáfora. Pero hay que decir más: es una deformación monstruosa de la dimensión personal de nuestro ser, porque justamente es la negación práctica de quien es nuestro Todo, en el más estricto sentido de la palabra. Si yo quiero ser un verdadero matemático y empiezo estableciendo para mis adentros que dos y dos son cinco, toda la aritmética que haga a partir de ese momento establecerá un inmenso error.

El error se hallaría precisamente casi al principio de mi discurso. Podré contar chistes muy graciosos, tal vez escribir novelas de imaginación muy «creativa», pero en cuestión de matemáticas seré un tipo peligroso. Si alguno empieza a desarrollar la razón pensando que no hay Dios o que es lícito vivir como si no lo hubiera, podrá llegar a ser un gran constructor de puentes o de otros artefactos; podrá ser premio Nobel de Literatura, tener una conversación amena con sus amigos y escalar altas cumbres del poder social, económico o político, pero su vivir personal estará herido y deformado de raíz.

Es muy posible que cometa crímenes sin saberlo; es seguro que se equivocará en cuestiones muy importantes de la vida humana, sobre todo en las que podemos llamar cuestiones de sentido. El que no conoce a Dios, o si se prefiere, el que con culpa no reconoce a Dios, no tiene fundamento racional para sostener, por ejemplo, los derechos humanos (aunque los respete, por una feliz incongruencia). Es un peligro (aunque también por una feliz inconsecuencia, sea bondadoso con todo el mundo).

Saber qué significa ofender a Dios

No se trata aquí de juzgar conciencias singulares, sino de expresar una verdad lógica que carece de réplica racional. A nuestro entender, no cabe ninguna. La ofensa a Dios deforma profundamente a la persona que la comete. Por eso es radicalmente distinto ofender a Dios que ofender a una criatura (aunque una cosa lleve a la otra), aunque la criatura sea nuestra madre. Un padre, una madre humanos pueden decir a su hijo: te perdono y me olvido. Es difícil olvidar y que todo vuelva a ser lo mismo, pero es posible porque las relaciones que nos unen a las criaturas no son, ni de lejos, tan profundas, tan radicales como las que nos enlazan a Dios creador. Es todo nuestro ser lo que está ligado a Él.

«Religión» es reconocerlo, re-ligarnos libremente, por amor. Es todo nuestro ser que se distorsiona y resquebraja cuando negamos de un modo consciente y libre ese vínculo entrañable con la Fuente del ser y de la vida. La metáfora más adecuada podría ser quizá el terremoto. Y no tenemos posibilidad de recuperar el orden o equilibrio interior desde su raíz, porque ésta ha quedado contaminada y descoyuntada. No cabe autoperdonarse, autorredimirse o autoconfesarse. Porque lo que hemos roto, la amistad, el amor de Dios en cuanto estaba en nosotros, no está, ni de lejos en nuestro poder. Un monstruo no se puede normalizar a sí mismo. Hace falta que un ser extraordinariamente sabio y poderoso realice en él una operación quirúrgica increíble. El monstruo, para dejar de serlo, necesitaría nacer de nuevo.

Nacer de nuevo

Pues bien: esto es lo que ha hecho posible la cruz de Cristo, la posibilidad infinitamente deseada por Dios Padre: el ejercicio de su misericordia por el perdón de los pecados. Pero, cuidado, el perdón de los pecados sea cosa de poca monta. Los judíos presentes en la curación del paralítico, se escandalizan cuando Jesús dice: perdonados te son tus pecados. ¡Blasfema!, gritaron, porque sólo Dios puede perdonar los pecados. No se daban cuenta de que Jesús era Dios en Persona (la Segunda), pero sí sabían que para perdonar los pecados no bastaba un hombre por santo que fuese: sólo Dios puede perdonar los pecados. En esto, tenían razón. Es claro que si te ofendo a ti no sirve que pida perdón al vecino de arriba. Pero además, es tal el estado del que ha ofendido gravemente a Dios, que, para el perdón se requiere un poder todopoderoso: la omnipotencia misma, que sólo Dios tiene.

Por eso Tomás de Aquino dice bien cuando asegura que la misericordia de Dios es la manifestación más perfecta de su omnipotencia. Y la Iglesia reza: «Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…». Y Juan Pablo II enseña que la misericordia de Dios es una «potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido» (DM, III, 4 c) Cabe preguntarse: ¿qué tiene que ver la omnipotencia con la misericordia? Al margen de equivocadas doctrinas que tienen la misericordia por debilidad -no vale la pena que nos entretengan-, en nuestro caso tiene mucho, todo que ver.

Porque cuando se ha roto el amor infinito, sólo un Amor infinito puede restaurarlo; sólo el Amor omnipotente. Si libremente me despeño desde un vigésimo piso, no puedo libremente recomponerme, se acabó la libertad y la vida terrenal; yo no puedo «resucitarme». Pues ¿cómo no comprender que romper libremente los vínculos que me atan a Dios son una muerte más trágica que la corporal, porque es espiritual, quizá no sensible (por eso muchos no creen en ella) pero tan realmente mortal como la vida corporal? La Iglesia ha hablado siempre de pecado mortal; no muere la persona, pero muere en ella el amor de Dios, la raíz de todo lo verdadero, bueno y bello. Es el infierno, o su anticipo, o su inminente aparición.

Facetas de los milgaros

Por eso, la restauración de la vida de unión con Dios (Verdad, Bondad, Belleza, Sabiduría, Amor), con su consecuencia de felicidad para la vida temporal y la eterna, más que una restauración es una re-generación, una re-creación, es decir, requiere una operación de la omnipotencia divina. Lo dice bien claro Jesús a Nicodemo: «El que no naciere de nuevo, no puede entrar en el Reino de los cielos» (Jn 3, 5-7). Y toda la Tradición auténtica y todo el Magisterio auténtico de la Iglesia así lo llaman, así lo dicen: renacimiento, regeneración. A la filiación divina no se nace ni se renace por voluntad humana, sino por la omnipotente voluntad de Dios, cuyo perdón es eso: don perfecto. No es que se olvide la culpa, es que se aniquila, porque ha nacido un hombre nuevo.

El milagro tiene muchas facetas. Por una parte, permanece la persona, el yo que fue pecador. Y, por otra parte, el yo que antes del perdón era pecador, al renacer por obra de la gracia santificante, ya no es pecador, es santo. El que era injusto es justo, real y verdaderamente. Este es uno de los puntos en los que Lutero se apartó de la enseñanza de la Iglesia católica. Para él la justificación no existe en sentido estricto, la santificación no alcanza a renovar todo el ser de la persona.

Pero el Magisterio enseña que sí alcanza, porque Dios emplea en el perdón toda su fuerza salvífica: «El Símbolo de la fe profesa la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su creación, y más aún, por la redención y la santificación. Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por «los sacramentos que les han hecho renacer», los cristianos han llegado a ser «hijos de Dios» (Jn 1,12)» (CEC n. 1692; cfr 2782). La redención es justificación verdadera, santificación real. Es un don de santidad que llega a lo más profundo de la persona, por pura generosidad de Dios y encima de valor infinito.

Es increíble que tengamos tan poco aprecio al perdón de Dios; que no acudamos a las fuentes del perdón con una sed inmensa: al sacramento de la penitencia, a limpiar manchas, más aún, a rehacernos, a que el amor de Dios, Padre amorosísimo, nos regenere y nos recree.

El sacramento de la alegría

En el sacramento de la penitencia se otorga el don inmenso, perfecto: el perdón, el más grande don divino, tan del gusto de Dios, rico en misericordia. El perdón es su obra máxima, mayor que la resurrección de un muerto y que la creación de las insondables galaxias, porque mayor es la distancia entre el pecado mortal y la vida sobrenatural de la gracia, que la diferencia entre la nada y el ser. «Realmente es grande un Dios que perdona!: ¡Cuántas gracias tenemos que dar a Dios Nuestro Señor, por este sacramento de su misericordia! Yo me pasmo; me conmuevo. Un Dios que perdona me parece tan padre y tan madre a la vez, que me echaría a llorar de agradecimiento y de alegría. ¿Qué haríamos sin su perdón?» (1).

¿Por qué lloras como un loco
Amigo del alma mía?
Y el Amigo respondía: ?
¡Lloro de llorar tan poco!

Y a la vez tendríamos que dar saltos de alegría. Concretamente, la Confesión sacramental es uno de los más gozosos encuentros inmediatísimos con Cristo Jesús. Porque cuando se oye el «Yo te absuelvo», ese «Yo» es un «Yo» cargado de misterio, no es humano, es divino. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? El ministro y el signo sacramental no son más que instrumentos por los que obra el verdadero operante, que es Jesucristo, virtute praesens, con toda tu fuerza redentora.

Entiéndase bien, el sacerdote confesor no es un delegado de Dios para perdonar. La omnipotencia es indelegable. Como Velásquez no puede decir a un aprendiz: «pinta Las Meninas». Esto es imposible. Para que yo pintara Las Meninas, necesitaría el cerebro y el alma de Velásquez. Necesitaría que Velásquez me suplantara, que su yo de alguna manera anulara el mío. Dios no anula nada, pero, esto es mayor milagro, cuando el confesor dice «Yo te absuelvo» lo dice «in persona Christi». No es un delegado, es el lugar escogido por Cristo para establecerse y a la vez que el confesor dice sensiblemente «yo te absuelvo», Él interviene con su omnipotencia indelegable y ab-suelve, re-crea, re-genera, o incrementa el nivel de vida sobrenatural, creando más vida. Debiéramos llenarnos de asombro, de alegría, de felicidad, de gratitud. E ir corriendo a la plenitud de la Eucaristía; y volver a purificarnos más en el sacramento de la penitencia; y luego, otra vez a la Eucaristía y así sucesivamente. Hasta el día de la entrada definitiva en el gozo infinito de Dios Uno y Trino.

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(1) Beato J. ESCRIVA DE BALAGUER.

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