Javier Abad Gómez
08.06.2009

¿Se puede vivir hoy el celibato? ¿Se puede ofrecer como alternativa de amor a un hombre o a una mujer moderna? ¿Es razonable o es locura hablar del celibato ahora, en el siglo XXI? La respuesta obvia es la siguiente: son centenares de miles las personas que encuentran hoy la felicidad en el celibato cristiano. Es la simple observación de un hecho indiscutible. Pese a todas las advertencias freudianas y a las publicaciones acerca del comportamiento sexual escandaloso, tanto dentro como fuera de la Iglesia, tanto entre sacerdotes como entre personas casadas, hay millares de personas normales que actualmente viven célibes, se sienten interiormente libres y aman con un amor fuerte, valiente, rebelde. Sin embargo, viene bien plantearse las razones por las que surgió el celibato en la Iglesia Católica y cuál es su significado y justificación en el mundo actual.

En primer lugar, cabría aclarar un equívoco. La pregunta: ¿por qué no se casan los curas?, está mal formulada. Lo correcto sería preguntar: ¿por qué la Iglesia no ordena sacerdotes a hombres casados? Porque nunca se casaron los sacerdotes y, si nos atenemos a los datos que brinda el Evangelio, del único que sabemos que estuvo casado es de San Pedro, porque se menciona a su suegra. Los apóstoles abandonaron todo para seguir al Señor y, desde temprano, muchos de los que se consagraban al servicio de la comunidad cristiana lo hacían en estado de virginidad. Hubo también, en esta primera fase de propagación y de desarrollo del cristianismo, todavía en vías de organización y, por decirlo así, de experimentación, hombres casados que fueron sacerdotes, elegidos y ordenados siguiendo la tradición judaica.

Asimismo, en las Iglesias orientales, no se casan los sacerdotes, aunque sí se pueden ordenar legítimamente personas casadas, según su derecho canónico. Pero los obispos, y un buen número de sacerdotes, viven célibes. La diferencia de disciplina se explica por el hecho de que la continencia perfecta no pertenece a la esencia del sacerdocio. Incluso hoy, dentro de la Iglesia Católica Romana hay sacerdotes casados que proceden de la Iglesia Anglicana o de otras confesiones cristianas, en las cuales vivían en matrimonio. Son conversos que han pedido ser admitidos en la Iglesia Católica y esta los acoge en la totalidad de su condición.

Con todo, la Iglesia católica no duda sobre la conveniencia del celibato y su congruencia con las exigencias del orden sagrado. Jesús no promulgó una ley al respecto, pero sí propuso el ideal del celibato para el nuevo sacerdocio que instituía. Ideal que, basándose en la experiencia y en la reflexión, se ha afirmado cada vez más en la Iglesia, como el que mejor corresponde a los consejos que el Señor propuso. No se trata sólo de un hecho jurídico y disciplinar canónico: es la maduración de una conciencia eclesial sobre su oportunidad por razones, no sólo históricas y prácticas, sino también derivadas de la congruencia, captada cada vez mejor, entre el celibato y las exigencias del sacerdocio.

Es una especie de desafío que la Iglesia lanza a la mentalidad, a las tendencias y a las seducciones de este siglo, con una voluntad cada vez más renovada de coherencia y de fidelidad al ideal evangélico. La Iglesia considera que la conciencia de consagración total, madurada a lo largo de los siglos sigue teniendo razón de subsistir y de perfeccionarse cada vez más. No se trata tampoco de una disciplina de orden práctico, para dedicar el tiempo en exclusiva al servicio del culto y a la atención del prójimo. Se trata de un testimonio de vida, de una existencia que, por amor, se juega todo a la carta de Dios.

Impresiona, por otro lado, constatar cómo los tiempos de crisis del celibato coinciden con tiempos de crisis del matrimonio. Son los dos sacramentos de la Iglesia que tienen que ver con la generación de la vida: de la vida humana y de la vida sobrenatural. Actualmente no sólo se ven grietas en el celibato; también el matrimonio como fundamento de la sociedad es cada vez más frágil y el esfuerzo por vivir bien la relación conyugal no es menos pequeño. El matrimonio para los sacerdotes no arregla los problemas. Si se aboliera el celibato pasaríamos, en la práctica, a la separación de matrimonios de sacerdotes y se tendría que lidiar por añadidura, con el nuevo problema que implicarían los curas divorciados. Cuando una fidelidad no es posible, la otra tampoco lo es: una lealtad conduce a otra.

En cualquier caso la elección para que sea válida, ha de ser plenamente libre. Es importante saber que antes de la ordenación el futuro sacerdote, pasa por un período de discernimiento que dura por lo menos ocho años. Al término de los cuales afirma, bajo juramento, que asume el estado clerical - incluyendo el celibato – libremente, es decir, porque le da la gana. A nadie se le impone ni, mucho menos, se le obliga a adoptarlo como forma de vida. El sacerdote vive célibe, desde el principio, por una palabra dada, y se fortalece en la fe y en la oración, la única que puede sostenerlo en su decisión a lo largo de la vida. Lo que sí se reclama es que, una vez asumido, se permanezca fiel al compromiso. Incluso, la puerta está abierta para que, quien no se vea en capacidad de vivirlo, pida la dimisión. Nadie puede ser sometido a sobrellevar una obligación más allá de su fuerza de espíritu o su carácter. Si es incapaz de hacerlo, que se dedique a otra causa. Lo deshonesto es traicionar la palabra dada, engañar a la comunidad religiosa y a los fieles, llevar una doble vida en contra de los principios morales que, en teoría, proclama. Es cuestión de hombría de bien, de lealtad, que es un valor humano apreciable.

Partiría de una premisa equivocada quien aspirara al sacerdocio pensando que, en el fondo, no le interesan las mujeres, o que su preferencia sexual no está del todo definida y que por tanto el celibato no le significaría mayor problema. Condición para la ordenación de un sacerdote es ser hombre viril, en todo el sentido de la palabra. Virilidad que se traduce en madurez afectiva y plena salud en el funcionamiento de sus órganos sexuales. El sacerdocio no es refugio de débiles emocionales, ni lugar para encubrir pervertidos sexuales, ni para quienes tienen problemas a la hora de definir su identidad.

Lo que sorprende es la insistencia en que la Iglesia, debería suprimir la imposición del celibato sacerdotal. Es una conclusión equivocada. En primer lugar, porque la Iglesia no impone el celibato a nadie. Hacerlo sería un ultraje al derecho natural. Cada persona es libre de elegir su propio estado de vida y sólo tiene que responder ante Dios de su elección. Otra cosa es que la Iglesia contemple, en su sabiduría, entre las señales de vocación sacerdotal, la previa recepción del don del celibato. El celibato, que tantos sacerdotes amamos y que constituye una fuente de felicidad, no es una carga, sino un don de Dios, que lleva anejas las gracias para ser vivido con altura y generosidad. Estamos aquí ante un nuevo orden de ideas: el sobrenatural y esto es lo que, quizás, muchos no logran entender.

Otro equívoco es la relación que se quiere establecer entre el celibato y los desahogos de carácter sexual, incluso aberrante. El problema no es el celibato, sino la infidelidad. Y esto afecto tanto a sacerdotes como a personas casadas. El día que los paparazzi persigan a los maridos infieles para mostrar sus debilidades, quizás no tendrían noticieros y periódicos otro tema qué tratar. Y esto, dicho con dolor, porque la lealtad y la fidelidad son virtudes humanas, necesarias en toda sociedad civilizada. Ante los casos recientes cabría decir, con todo respeto, que una persona que se niega a cumplir obligaciones asumidas libremente, está haciendo traición a su conciencia y a su hombría de bien. Y hace mejor si pide honestamente la dimisión a su ministerio, aunque el carácter sacerdotal, nunca lo perderá. Quienes critican el celibato y piden a gritos que la Iglesia se adapte a los supuestos dictados de la historia, no lo hacen por amor a la Institución sino por ignorancia de las cosas del espíritu y del servicio a Dios. Pero la Iglesia, no puede ser sujeto de modificaciones basadas en las veleidades de unos pocos. Y no se puede señalar a la Iglesia como la culpable de sus debilidades. Ni se le debe reclamar que ofrezca una disciplina Light para acomodarla a las flaquezas humanas o mundanas.

Autor
Javier Abad Gómez
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Revista Palabra
06.06.2008

“Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir: así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitina, en la actual Túnez, cuando, sorprendidos en la celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué habían celebrado en domingo la función religiosa cristiana, sabiendo que esto se castigaba con la muerte”. Con estas palabras comenzaba el Papa su homilía, el pasado 9 de septiembre de 2007, en la Catedral de San Esteban de Viena. Por lo demás, el ejemplo de estos mártires ha sido repetidamente utilizado por Benedicto XVI para subrayar la importancia de la Eucaristía dominical. ¿Por qué en nuestros días algunos católicos dejan de ir a Misa el domingo como si fuera algo que no va con ellos? ¿Ha dejado de ser el domingo el “Día del Señor”?

Parece ser que, cuanto más se alarga el fin de semana, hay menos tiempo para Dios. La complejidad de la vida moderna ciertamente puede dificultar santificación de las fiestas; no sólo la asistencia a la Misa de precepto sino el descanso mismo, como las demás actividades que son propias de un día santo. Cuando se pregunta a los niños que acaban de hacer la primera Comunión por las dificultades que tienen para ir a  Misa el domingo, a veces responden que sus padres no les llevan. Pero hay otra respuesta más frecuente y quizás más preocupante: “no he tenido” o “no hemos tenido tiempo”. Luego, sigue la descripción de las múltiples actividades sábado fui a un cumpleaños, el domingo por la mañana tenía partido y por la tarde tenía que hacer los deberes... esta es una posibilidad entre otras muchas. Habría que preguntarse entonces: ¿qué se enseña en las catequesis? Y, sobre todo, ¿qué hacen los padres cristianos para que domingo sea lo que debe ser?

Falta tiempo para Dios. Es significativo el diálogo que guió a la catequesis de primera Comunión que Benedicto XVI impartió a más de cien mil niños el 15 de octubre 2005, con motivo del Año de la Eucaristía. Una niña le dijo: —Santidad, todos nos dicen que es importante ir a Misa el domingo. Nosotros iríamos con mucho gusto, pero, a menudo, nuestros padres no nos acompañan porque el domingo duermen... Nosotros vamos con frecuencia fuera de la ciudad a visitar a los abuelos. ¿Puedes decirles una palabra para que entiendan que es importante que vayamos juntos a Misa los domingos?

El Papa respondió: Creo que sí, naturalmente con gran amor, con gran respeto por los padres que, ciertamente, tiene  muchas cosas que hacer. Sin embargo, con el respeto y amor de una hija, se puede decir: querida mamá, querido papá, sería muy importante para todos nosotros, también para ti, encontrarnos con Jesús. Esto nos enriquece, trae un elemento importante a nuestra vida. Juntos podemos encontrar un poco de tiempo, podemos encontrar una posibilidad. Quizá también donde vive la abuela se pueda encontrar esta posibilidad. En una palabra, con gran amor respeto, a los padres les diría: Comprended que esto es sólo importante para mí, que no lo dicen sólo los catequistas; es importante para todos nosotros; y será a luz del domingo para toda nuestra familia.

Recuperar la importancia del domingo

Parece que han cambiado mucho las cosas desde los tiempos en que los cristianos estaban dispuestos a jugarse la vida para asistir a la Eucaristía, a los nuestros en que ponemos tantas otras cosas por delante.  Y, sin embargo, sigue siendo igual de necesaria que entonces.  Tampoco nosotros podemos vivir sin ella.  Por eso, Juan Pablo II dedicó una  extensa Carta Apostólica titulada Dies Domini a recuperar la importancia de la santificación del domingo.  Ahí escribe, a la vista de las nuevas situaciones socioeconómicas y culturales: Parece necesario más que nunca recuperar las motivaciones doctrinales profundas que son la base del precepto eclesial, para que todos los fieles vean muy claro el valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana (n. 6).  Porque advierte cuando el domingo pierde el significado originario y se reduce a un puro “fin de semana, puede suceder que el hombre quede encerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el cielo (.4)

Precepto de ley: El domingo es la fiesta cristiana por excelencia.  Desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, los cristianos dedicado este día a Dios, especialmente  con la participación en la Santa Misa.  Al asistir a la celebración eucarística cumplimos el precepto natural de dar culto a Dios, que tiene todo hombre, sea o no cristiano.  Para los que creen en la divina revelación, este precepto natural está explicitado en el tercer mandamiento Decálogo: Guardarás el día del sábado para santificarlo (Deuteronomio 5, 12).

La Obligatoriedad del mandamiento  TIENE SU ORIGEN EN EL MISMO Dios: El precepto del sábado, que e la primera Alianza prepara el domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa en la profundidad del designio de Dios.  Precisamente por esto el sábado no se coloca junto a los ordenamientos meramente culturales, como sucede con tantos otros preceptos, sino dentro del Decálogo, las “diez palabras” que delimitan los fundamentos de la vida moral inscrita en el corazón de cada hombre (Dies Domini, 13).  No es, pues, la Iglesia quien impone la obligación de dar culto a Dios.  Lo único que hace es concretar para todos los católicos cómo y cuando realizarlo.  El precepto de la Misa dominical se basa en serias y profundas razones, algunas de las cuales se exponen seguidamente.

Un poco de historia

Desde los orígenes de la Iglesia, es de suponer que siempre existió un cierto número de cristianos que no participaban en la eucaristía dominical por pura indolencia. Este número aumentó considerablemente cuando, tras la paz de Constantino, se convirtieron al cristianismo masas enteras sin la necesaria preparación y sin una fe probada. En el siglo IV algunos Padres se lamentan de la tibieza de muchos cristianos que faltaban a la Misa dominical por cualquier motivo; y alertaban en su predicación del grave peligro de condenación al que se exponían los que faltaban habitualmente a la Eucaristía.

Poco a poco se fue afianzando la idea de la obligación moral de participar en la celebración eucarística. Ya el concilio de Elvira (hacia el año 300) prohíbe la Comunión durante algún tiempo a quienes falten a Misa tres domingos seguidos. San Máximo de Turín (+423) es el primer obispo de occidente que considera ofensa a Dios faltar a la Misa dominical; y San Cesáreo de Arlés (+542) la juzga como pecado grave. El concilio de Agde promulgó en el año 506 la primera ley eclesiástica sobre la obligación grave de asistir el domingo a la Eucaristía. Este concilio, junto con el de Orleans (año 511) y los Statuta Ecclesiae Antiqua, serían la base de la legislación posterior, a través de su inclusión en diversas colecciones canónicas y en el Decreto de Graciano.

¿Por qué la misa?  A veces se oye decir a algunos católicos que la Misa no les dice nada. Estarían dispuestos a cambiar la asistencia a la Eucaristía dominical por otro acto piadoso que “sintiesen” más, o por alguna obra de caridad. ¿Por qué hemos de dar culto a Dios asistiendo a la Santa Misa? Cabe apuntar, de modo esquemático, algunas razones:

— En la Santa Misa se vuelve a hacer presente el Sacrificio de Jesucristo en el Calvario, en el que ofrece su vida por nosotros. Por tanto, supera con creces cualquier obra buena que nosotros podamos hacer, aun en el caso de que pongamos en ella mucho sentimiento o represente mucho para nosotros. Una sola Misa vale mucho más que todas las oraciones y sacrificios juntos de todos los santos a lo largo de toda la historia. La razón es que se trata de una acción divina.

— El Concilio Vaticano II enseña que la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana Lumen gentium, 11); y que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia (Presbyterorum ordinis, 5). También Juan Pablo II comenzaba su última encíclica con estas significativas palabras: La Iglesia vive de la Eucaristía. Es decir, la Eucaristía “construye” la Iglesia; y ésta depende totalmente de la fuerza que recibe de la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.

— Cuando Jesucristo instituyó la Eucaristía en la Ultima Cena, les dijo a los Apóstoles: Haced esto en memoria mía (Lucas 22, 19). Cada vez que la comunidad cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía, anuncia la muerte y la resurrección del Señor.

El domingo, día de crecimiento humano y espiritual

Grande es ciertamente la riqueza espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido. El domingo (…) es como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien. Se comprende, pues, por qué la observancia del día del Señor signifique tanto para la Iglesia y sea una verdadera y precisa obligación dentro de la disciplina eclesial. Sin embargo, esta observancia, antes que un precepto, debe sentirse como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana.

Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea eucarística dominical. Si en la Eucaristía se realiza la plenitud de culto que los hombres deben a Dios y que no se puede comparar con ninguna otra experiencia religiosa, esto se manifiesta con eficacia particular precisamente en la reunión dominical de toda la comunidad, obediente a ‘la voz del Resucitado, que la convoca para darle la luz de su Palabra y  alimento de su Cuerpo como fuente sacramental perenne de redención. La gracia que mana de esta fuente renueva a los hombres, la vida y la historia (JUAN PABLO II: Dies Domini, n. 81).

En la palabra dominicum/dominico se encuentran entrelazados indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos aprender de nuevo a percibir. Está ante todo el don del Señor. Este don es El mismo, el Resucitado, cuyo contacto y cercanía los cristianos necesitan para ser de verdad cristianos. Sin embargo,  no se trata sólo de un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da un centro, un orden interior a nuestro tiempo y, por tanto, a nuestra vida en su conjunto. Para aquellos cristianos [los mártires de Abitina] la celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida, la vida misma queda vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la vida misma su fundamento, su dignidad interior y su belleza.  (…)

Sin el Señor y el día que le pertenece no se realiza una vida plena. En nuestras sociedades occidentales el domingo se ha transformado en un fin de semana, en tiempo libre. Ciertamente, el tiempo libre, especialmente con la prisa del mundo moderno, es algo bello y necesario, como lo sabemos todos. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del que provenga una orientación para el conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece ni nos recrea. El tiempo libre necesita un centro: el encuentro con Aquel que es nuestro origen y nuestra meta. Migran predecesor en la sede episcopal de Munich y Freising, el cardenal Faulhaber, lo expresó en cierta ocasión de la siguiente manera: “Da al alma su domingo, da al domingo su alma” (BENEDICTO XVI: Homilía, 9-IX-2007).

Según relato del Génesis

¿Por qué el domingo? Su precedente es la celebración del sábado manda santificar el sábado que, según el relato del Génesis, es el  día en que Yahvé descansó del trabajo creador. Por eso el tercer precepto del Decálogo obliga también al descanso.  Pero  el descanso —que es necesario— está en función de la santificación, como queda de manifiesto en el texto sagrado: Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabarás  y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para Yahvé, tu Dios (Éxodo 20,8-10). Quedarse sólo  en el descanso-diversión olvidando el descanso-culto es quitar algo que Dios ha puesto en nuestra propia naturaleza.

El paso del sábado al domingo es resumido en la Dies Domini de este modo: Los cristianos, percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del Señor [...]. Del “sábado” se pasa al “primer día después del sábado”; del séptimo día al primer día (n. 18).

Es claro que el origen y significado del domingo tiene en su trasfondo los acontecimientos pascuales, especialmente la gloriosa Resurrección de Cristo, las apariciones a sus discípulos y el envío del Espíritu Santo. Todo esto, que constituye la Pascua cristiana en plenitud, marcó de tal forma el domingo, que desde sus orígenes no es otra cosa que la celebración semanal del Misterio Pascual.

La vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso. La institución del domingo contribuye a que todos puedan disfrutar del tiempo que permite cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa. Por eso la Iglesia manda abstenerse de los trabajos que impidan estas prácticas, salvo en casos de verdadera necesidad.

Santificar los domingos y demás días de fiesta exige un esfuerzo común. Por eso, cada cristiano debe evitar imponer sin necesidad a otros lo que impediría vivir el día del Señor. Por su parte, las autoridades públicas deben asegurar a los ciudadanos el tiempo que les permita descansar y dar el culto debido a Dios; lo mismo los patronos respecto a sus empleados.

En este sentido habría que preguntarse, por ejemplo, sobre la moralidad de la apertura de centros comerciales en días festivos; y lo mismo sobre la utilización de esos servicios cuando no sea realmente necesario. Es claro que este sistema dificulta a los empleados vivir el domingo como tal. Evidentemente, las costumbres cambian y las situaciones personales son muy diversas. De todos modos parece claro que ceder sin más a la presión del mercado no favorece el sentido pleno del domingo.

De cualquier modo, parece necesario que los creyentes nos replanteemos el modo en que estamos viviendo el día del Señor, si es preciso yendo contracorriente; esto, de manera especial, si la programación del fin de semana dificulta o impide cumplir con las obligaciones de culto a Dios y del necesario descanso.

Por su parte, los pastores deberían considerar el modo de facilitar a los fieles el cumplimiento del precepto dominical. En primer lugar, revisando los horarios de las Misas, en coordinación con las iglesias y parroquias del entorno, para aumentar la oferta. También sería interesante pensar qué se puede mejorar en la celebración eucarística, de modo que sea más atractiva. Evidentemente no se trata de convertir la Misa en un festival, pero sí en una celebración festiva que, dejando a salvo el misterio, ayude a poner a Cristo en el centro de la vida del cristiano.

La asistencia a Misa es obligación grave

La asistencia a la Misa dominical es mucho más que una obligación. Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿Por qué entonces constituye una obligación grave? El precepto dominical de asistir a Misa no ha existido siempre de modo formal. Eh los inicios del cristianismo no hacía falta una norma que obligara bajo pecado, ya que la mayoría de los cristianos acudían, conscientes de su importancia. Pero con el paso del tiempo el fervor se fue enfriando, quizá por rutina, dejadez, etc.

Por eso, para ayudarnos a superar nuestra posible negligencia, el primer mandamiento de la Iglesia se refiere a la santificación de las fiestas. Lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: El primer mandamiento (“oír misa entera los domingos y demás fiestas de precepto y no realizar trabajos serviles “) exige a los fieles que santifiquen el día en el cual se conmemora la Resurrección del Señor y las fiestas litúrgicas principales en honor de los misterios del Señor, de la Santísima Virgen María y de los santos, en primer lugar participando en la celebración eucarística, y descasando de aquellos trabajos y ocupaciones que puedan impedir esa santificación de estos días (n. 2042).Y precisa: La Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su propio pastor. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave (n. 2181).

Como el precepto obliga antes de la mayoría de edad (desde que los niños alcanzan el uso de razón, lo que el Derecho Canónico supone ocurre al cumplir los siete años, aunque no se haya hecho la primera Comunión), los padres o tutores tienen la responsabilidad grave de facilitar su cumplimiento a los hijos que no puedan asistir por su cuenta.

La obligación no cesa a partir de determinada edad, sino cuando la ancianidad constituye una seria dificultad, análoga a la enfermedad. En estos casos, no es obligatorio —aunque sí recomendable— unirse a la celebración de una Misa transmitida por televisión o radio.

De la Revista Palabra. Tomás García Hernández, Febrero 2008, No. 531

Encuentra.com
06.06.2008

La existencia de los Ángeles Custodios es una verdad, continuamente profesada por la Iglesia, que forma parte desde siempre del tesoro de piedad y de doctrina del pueblo cristiano. Estos Ángeles, explica el citado Catecismo, "no han sido enviados solamente en algún caso particular, sino que han sido designados desde nuestro nacimiento para nuestro cuidado, y constituidos para defensa de la salvación de cada uno de los hombres" (n. 6). Jesucristo mismo dijo a sus discípulos: "Mirad que no despreciéis a alguno de estos pequeñuelos, porque os hago saber que sus Ángeles en los cielos están siempre viendo el rostro de mi Padre celestial» (Mat. 18, 10).

Es preciso invocarlos

A pesar de la gran perfección de su naturaleza espiritual elevada perfectísimamente al orden de la gracia, los Angeles no tienen el poder de Dios ni su sabiduría infinita. Como explica Santo Tomás, no pueden leer en el interior de las conciencias (Summa Theologica, 1, 57, 4 ad 31). Es preciso, por tanto que les demos a conocer de algún modo nuestras necesidades. Como su permanencia a nuestro lado es continua y con su inteligencia penetra de modo agudísimo en lo que expresamos, ni siquiera es preciso articular palabras: basta que mentalmente le hablemos para que nos entienda, e incluso para que llegue a deducir de nuestro interior más de lo que nosotros mismos somos capaces.

Por eso es tan recomendable tener un trato de amistad con el Ángel de la guarda. "Ten confianza con tu Ángel Custodio.-Trátalo como un entrañable amigo-lo es- y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios cada día". (Camino, n. 562).

También podemos relacionarnos con los Angeles Custodios de los demás, para ayudarles en su tarea de conducir al Cielo a esas almas. "Gánate al Ángel Custodio de aquel a quien quieras traer a tu apostolado. -Es siempre un gran "cómplice" (Camino, n. 563).Esa complicidad-ordenada y querida por Dios-se extiende a todas las acciones con que hemos de ganar el Cielo para nosotros y para otras almas.

Angeles de las comunidades sociales

« Dios mandará a sus ángeles, para que protejan al justo en todos sus caminos», leemos en el Antiguo Testamento (Ps.90,11) Es opinión común de los teólogos, sólidamente fundada en Sagrada Escritura, en los escritos de los Santos Padres y en liturgia de la Iglesia, la creencia de que los Angeles Custodios no sólo cuidan de cada alma en particular, sino que extienden su patrocinio a los cuerpos sociales-países, corporaciones, ciudades, personas morales, etc.-, velando para que los lazos que unen a sus miembros no les aparten de la felicidad eterna, y para que los fines corporativos de las distintas comunidades sociales, aun de aquellas nacidas para la consecución de un bien natural se encaminen en último término al fin sobrenatural común a todos, que es Dios. Los Angeles y la Sagrada Eucaristía. La piedad cristiana considera desde antiguo que allí donde se encuentra reservada la Santísima Eucaristía hay Angeles adorando constantemente a Jesucristo Sacramentado.

La tradición cristiana describe a los Angeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos. Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos. Los cristianos hemos de practicar y difundir la devoción a los Santos Angeles Custodios, de tanta raigambre en la Iglesia: para que el Ángel Custodio, que nos acompaña siempre, contribuya a mantener en todas nuestras acciones la unidad de vida, nos proteja, interceda por nosotros, y sea siempre el más poderoso aliado en la tarea de nuestra santificación personal y en el apostolado. Como reza la oración dirigida a San Miguel, en las fiestas litúrgicas que le dedica el Misal romano, Santos Angeles Custodios: defendednos en la batalla, para que no perezcamos en el tremendo Juicio.

Valiosos consejeros celestes

Los Ángeles de la Guarda son nuestros consejeros, inspirándonos santos deseos y buenos propósitos. Evidentemente, lo hacen en el interior de nuestras almas, si bien que, como vimos, hayan existido almas santas que merecieron de ellos recibir visiblemente celestiales consejos.

Cuando Santa Juana De Arco, aún niña, guardaba su rebaño, oyó una voz que la llamaba: "Jeanne! Jeanne!" ¿Quien podría ser, en aquél lugar tan yermo? Ella se vio entonces envuelta en una luz brillantísima, en el medio de la cual estaba un Ángel de trazos nobles y apacibles, rodeado de otros seres angélicos que miraban a la niña con complacencia. "Jeanne", le dice al Ángel, "sé buena y piadosa, ama a Dios y visita frecuentemente sus santuarios". Y desapareció. Juana, inflamada de amor de Dios, hizo entonces el voto de virginidad perpetua. El Ángel se le apareció otras veces para aconsejarla, y cuando la dejaba, ella quedaba tan triste que lloraba .

El desvelo de nuestro Ángel de la Guarda para con nosotros está bien expresado por el Profeta David en el Salmo 90: "El mal no vendrá sobre ti, y el flagelo no se aproximará a tu tienda. Porque mandó [Dios] a sus Ángeles en tu favor, para que te guarden en todos tus caminos. Ellos te elevarán en sus manos, para que tu pié no tropiece con alguna piedra" (Sl. 90, 10-12).

Ejemplos de su poder

Innumerables son los ejemplos del poderoso auxilio de los Ángeles en la vida de los Santos. Santa Hildegonde, alemana (+ 1186), habiendo ido en peregrinación a Jerusalén con su padre y falleciendo éste en el camino, fue frecuentemente socorrida por su Ángel. Cierto día, cuando viajaba camino a Roma, fue asaltada y abandonada como muerta. Apenas pudo lograr levantarse, y vio surgir a su Ángel en un caballo blanco. Éste ayudó cuidadosamente a su protegida a montar, y la condujo hasta Verona. Allá, se despidió de ella diciendo: "Yo seré tu defensor donde quiera que vayas".

Santa Hildegonde podría aplicar a sí misma el siguiente comentario de San Bernardo al Salmo arriba citado: "¡Cuán gran reverencia, devoción y confianza deben causar en tu pecho las palabras del profeta real! La reverencia por la presencia de los Ángeles, la devoción por su benevolencia, y la confianza por la guarda que tienen de ti.

Mira vivir con recato donde están presentes los Ángeles, porque Dios los mandó para que te acompañen y asistan en todos tus caminos; en cualquier posada y en cualquier rincón, ten reverencia y respeto a tu Ángel, y no cometas delante de él lo que no osarías hacer estando yo en tu presencia". San Buenaventura afirma: "El santo Ángel es un fiel paraninfo conocedor del amor recíproco existente entre Dios y el alma, y no tiene envidia, porque no busca su gloria, sino la de su Señor". Agrega que la cosa más importante y principal "es la obediencia que debemos tener a nuestros santos Ángeles, oyendo sus voces interiores y saludables consejos, como de tutores, curadores, maestros, guías, defensores y mediadores nuestros, así en el huir de la culpa del pecado, como en el abrazar la virtud y crecer en toda perfección y en el amor santo del Señor".

Bienaventurado Agustín escribe: "Los Angeles con gran dedicación y diligencia, permanecen con nosotros a toda hora y en todo lugar, nos ayudan, piensan en nuestras necesidades, sirven de intermediarios entre nosotros y Dios, elevando a El nuestras quejas y suspiros... Nos acompañan en todos nuestros caminos, entran y salen con nosotros, observando como nos comportamos entre ese genero engañoso y con que empeño deseamos y buscamos al Reino de Dios." Un pensamiento semejante tiene San Basilio el Grande: "Con cada fiel hay un Ángel, quien como niñera o pastor dirige su vida" y para demostración cita las palabras de David, el cantor de los Salmos: "A sus Angeles dirá sobre ti - que te protegen en todos caminos tuyos..." "Ángel del Señor hará guardia alrededor de los que Le temen y los ayudará" (Sal. 90:11, 33:8).

El Obispo Feofan el Ermitaño enseña: "Hay que recordar, que tenemos a un Ángel Guardián y dirigirse a El con pensamiento y corazón - en nuestra vida normal y especialmente cuando ésta se agita. Si no nos dirigimos a El, el Ángel no puede aconsejarnos. Cuando alguien se dirige a un abismo ó pantano con ojos cerrados y los oídos tapados - como es posible de ayudarle?"

El Alma reconoce a su Angle Guardián

Así el cristiano debe recordar a su buen Ángel, que durante toda su vida se preocupa por él, se regocija con sus éxitos espirituales, se acongoja con sus caídas. Cuando el hombre muere, el Ángel lleva su alma a Dios. Según muchos testimonios, el Alma reconoce a su Ángel Guardián, cuando llega al mundo espiritual.

San Bernardo explicó durante una Cuaresma, en 17 sermones, el salmo 90. Ya en la Introducción nos dice que hace la explicación de este salmo, "de donde el enemigo tomó ocasión para tentar al Señor, a fin de que sean quebrantadas y deshechas las armas del Maligno con lo mismo que él maliciosamente quería formarlas" (cf. BAC Obras selectas p.358). Damos la síntesis del sermón 12, en el que el Santo explica el versículo 11 aducido por el tentador en el desierto: Porque El mandó a sus ángeles cuidasen de ti y te guardasen en todos tus caminos (cf. Serm. 12 sobre el salmo 90 en Obras selectas p.413 ss. [BAC, Madrid I947]. El texto latino puede verse en PL 183,221 ss).

Bondad de Dios en enviar a sus ángeles como custodios

"¡Qué lección, hermanos, qué amonestación, qué consolación tan grande nos ofrecen estas palabras de la Escritura! ¿Qué salmo, entre todos los demás, esfuerza tan magníficamente a los pusilánimes, despierta a los negligentes, enseña a los ignorantes? Por eso dispuso la Providencia divina que especialmente en este tiempo de la Cuaresma tuviesen sus fieles de continuo en su boca los versículos de este salmo. No parece haberse tomado pie para ello sino del abuso que de este salmo hizo el diablo, para que en esto mismo aquel malicioso siervo sirva a los hijos de Dios, aunque a pesar suyo"...

Esta preocupación de Dios por el hombre manifiesta de modo extraordinario su misericordia. San Bernardo habla así a Dios: "Aplicas a él (al hombre) tu corazón y solícito lo cuidas. En fin, le envías tu Unigénito, diriges a él tu Espíritu, le prometes tu gloria. Y para que nada haya en el cielo que deje participar en nuestro cuidado, envías a aquellos bienaventurados espíritus a ejercer su ministerio para bien nuestro, los destinas a nuestra guarda, les mandas sean nuestros ayos. Poco era para ti haber hecho ángeles tuyos a los espíritus; hacedlos también ángeles de los pequeñuelos, pues escrito está: Los ángeles de éstos están viendo siempre la cara del Padre (Mt 18,10). A estos espíritus tan bienaventurados hacedlos ángeles tuyos para con nosotros y nuestros para contigo".

Para considerar mejor la bondad de Dios, conviene pensar:

a) QUIÉN MANDA A LOS ÁNGELES

"La suma majestad mandó a los ángeles, y mandó a los ángeles suyos, a aquellos espíritus tan sublimes, tan dichosos, tan próximos, tan inmediatos a El, tan familiarmente allegados a El y verdaderamente de su casa".

b) PARA QUIÉNES LOS MANDÓ

"Mandólos a ti ¿Quién eres tú, Señor, y quien es el hombre para que pongas en él tu corazón o el hijo del hombre para que tanto le aprecies? ¡Como si el hombre no fuera corrupción y él hijo del hombre un gusano!"

c) QUÉ LES MANDÓ

"¿Quizás escribió contra ti amarguras? ¿Acaso les mandó que muestren su poder contra esta hoja que arrebata el viento, y que persigan esta paja seca? ¿O que quiten de delante al impío, para que no vea la gloria de Dios? Esto se ha de mandar algún día, pero no está todavía mandado"...

"Por donde vemos en el Evangelio que, disponiéndose los criados a recoger al punto la cizaña sembrada después del trigo, el providente Padre de familia les dice: Dejad que ambos crezcan hasta la siega..., no sea que, al querer arrancar la cizaña, arranquéis con ella el trigo (Mt. 13, 29-30). Mas ¿cómo el buen grano se podrá conservar hasta el tiempo de la recolección? Este es precisamente el objeto del mandato que Dios ha impuesto a sus ángeles para mientras vivamos en la tierra"...

Servicio que prestan al hombre

"A sus ángeles les mandó te guarden. ¡Oh tú, que eres trigo entre cizaña, grano entre paja, lirio entre espinas! Demos gracias a Dios, hermanos míos, démosle gracias por mí y por vosotros. Un precioso depósito me había encomendado, que es el fruto de su cruz y el precio de su sangre. Mas no se contentó con esta custodia tan poco segura, tan poco eficaz, tan frágil, tan deficiente; por lo cual puso de guardianes a los ángeles custodios sobre los muros del alma. Y cierto, aun aquellos que parecen muros inexpugnables necesitan de estas defensas".

Nuestra correspondencia con los ángeles

"A sus ángeles mandóles guardarte en todos tus caminos. ¡Cuánta reverencia debe infundirte, cuánta confianza debe darte! Reverencia por su presencia, devoción por su benevolencia, confianza por su custodia".

a) REVERENCIA

"Anda siempre con toda circunspección, como quien tiene presente a los ángeles en todos tus caminos. En cualquier parte, en cualquier lugar, aun el más oculto, ten reverencia al ángel de tu guarda. Y ¿cómo te atreverías a hacer en su presencia lo que no harías estando yo delante?"."

b) DEVOCIÓN

Aunque Dios tiene mandado que a El se dé todo honor y toda gloria, sin embargo, "no debemos ser ingratos con aquellos que le obedecen con tanto amor y nos amparan en tanta indigencia. Seamos, pues, devotos, seamos agradecidos a su amor, honrémosles cuanto podamos, cuanto debemos. Mas todo amor y honor deben ir dirigidos a aquel Señor de cuya mano, así ellos como nosotros, recibimos el poderle amar y honrar y merecer ser amados y honrados .

Este amor a los ángeles no está prohibido, ni es en detrimento del amor de Dios; los dos se compaginan perfectamente. Dios, que exige el amor a El con toda la mente, y con todo el corazón, y con todas las fuerzas, nos manda amar a todas las cosas para que en ellas le honremos y amemos a El. "En El, pues, hermanos míos, amemos afectuosamente a sus ángeles como a quienes han de ser un día coherederos nuestros, siendo por ahora abogados y tutores puestos por el Padre y colocados por El sobre nosotros. Ahora somos hijos de Dios, aunque todavía no se manifiesta lo que seremos; por cuanto, siendo todavía párvulos, estamos bajo abogados y tutores, sin diferir ahora en nada de los siervos".

c) CONFIANZA

"Mas aunque somos tan pequeños y nos queda aún tan largo, y no sólo tan largo, sino tan peligroso camino, ¿qué temeremos teniendo tales custodios? Ni pueden ser vencidos ni engañados, y mucho menos pueden engañar los que nos guardan en todos nuestros caminos. Fieles son, prudentes son, poderosos son. ¿De qué temblamos? Solamente sigámosles, juntémonos a ellos, y perseveraremos bajo la protección del Dios del cielo..."

"No permitirán que seas tentado por encima de tus fuerzas, sino que te llevarán en sus manos para que evites los tropiezos..."

"Siempre, pues, que vieres levantarse alguna tentación o amenazar alguna tribulación, invoca a tu guarda, a tu conductor, al protector que Dios te asignó para el tiempo de la necesidad y de la tribulación. Dale voces y dile: ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! (Mt. 8,25). No duerme ni dormita, aunque por breve tiempo disimule alguna vez; no sea que con mayor peligro te precipites de sus manos, si ignoras que ellas te sustentan. Espirituales son estas manos, como también lo son los auxilios que a cada uno de los elegidos prestan, según sea el peligro y la dificultad que han de superar más o menos grande".

LaFamilia.info
25.05.2009

En la Iglesia Latina, los sacerdotes y ministros ordenados, a excepción de los diáconos permanentes, «son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato "por el Reino de los cielos" (Mt 19,12)» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1579). En efecto, todos los sacerdotes «están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos, y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato» (Código de Derecho Canónico c. 277).

Don de Dios
Este celibato sacerdotal es un «don peculiar de Dios» (Código de Derecho Canónico c. 277), que es parte del don de la vocación y que capacita a quien lo recibe para la misión particular que se le confía. Por ser don tiene la doble dimensión de elección y de capacidad para responder a ella. Conlleva también el compromiso de vivir en fidelidad al mismo don.

Que capacita para la misión
El celibato permite al ministro sagrado «unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres» (Código de Derecho Canónico c. 277). En efecto, como sugiere San Pablo(1Cor 7,32-34) y lo confirma el sentido común, un hombre no puede entregarse de manera tan plena e indivisa a las cosas de Dios y al servicio de los demás hombres si tiene al mismo tiempo una familia por la cual preocuparse y de la cual es responsable.

Opción por un amor más pleno
Queda claro por lo anterior que el celibato no es una renuncia al amor o al compromiso, cuanto una opción por un amor más universal y por un compromiso más pleno e integral en el servicio de Dios y de los hermanos.

Signo escatológico de la vida nueva
El celibato es un también un «signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1579) y que él ya vive de una manera particular en su consagración. El sacerdote, en la aceptación y vivencia alegre de su celibato, anuncia el Reino de Dios al que estamos llamados todos y del que ya participamos de alguna manera en la Iglesia.

El celibato sacerdotal se apoya en el celibato de Cristo
El celibato practicado por los sacerdotes encuentra un modelo y un apoyo en el celibato de Cristo, Sumo Pontífice y Sacerdote Eterno, de cuyo sacerdocio es participación el sacerdocio ministerial.

El origen del celibato es primordialmente espiritual

En un artículo publicado en L'Osservatore Romano, Stefan Heid, Profesor de Liturgia y Hagiografía en el Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana, precisó que en "su sustancia y origen el celibato es una decisión espiritual" que "requiere una fuerza interior".

Al referirse al origen del celibato en la Iglesia, el experto señala que las primeras grandes decisiones pastorales de los Papas, documentadas a partir del siglo IV, tenían que ver "con el celibato del clero. Esta, sin embargo, no era la primera vez que se hablaba de una disciplina célibe obligatoria y se reflexionaba sobre su significado y origen. Los Pontífice consideraban que el celibato era una tradición apostólica: el celibato venía entonces del periodo de los Apóstoles, del primer siglo".

Luego de comentar que en la Iglesia primitiva es cierto que habían algunos sacerdotes casados, Heid se cuestiona: ¿cómo se llega a la continencia en la vida de los clérigos? y responde: "De la vida de Jesús no se puede retirar la continencia, como no se puede eliminar los milagros o los exorcismos. Cuando Jesús hablaba de los eunucos a causa del Reino de los cielos, este discurso era entendido como de continencia perfecta por todo el grupo de discípulos, independientemente del hecho que los Apóstoles fueran casados o no".

"El estilo de vida apostólica: pobreza, continencia, misión; no eran sino la modalidad de vida del Señor y producía una fuerte fascinación en la Iglesia pascual y ha llegado a ser, por ella, el principio vital carismático. Esto constituía al mismo tiempo, también la raíz de la continencia de los clérigos que, al menos al inicio, no era una 'disciplina' pero correspondía a la alta exigencia moral y religiosa de los cristianos. En tal ámbito juega su rol también el aspecto sacerdotal. Es experiencia religiosa primitiva de la humanidad que la continencia sexual es una exigencia de temor religioso", continuó.

Seguidamente Heid precisó que "el celibato tiene una dimensión espiritual eminente, trasciende por mucho la cuestión disciplinar. Así ciertamente, según el juicio de la Iglesia primitiva, el celibato eclesiástico tiene una relevancia dogmática".

"Cuando los Padres de la Iglesia afirman, implícita o explícitamente la apostolicidad, en concordancia con la Escritura y la irrenunciabilidad de la continencia de los clérigos, entonces según la terminología hodierna (sostenida también por ejemplo por Karl Rahner), califican la continencia como de derecho divino", agrega.

Malos ejemplos no invalidan el celibato sacerdotal

El Obispo de Posadas, Mons. Juan Rubén Martínez, explicó que no se puede reducir el celibato a una "mera imposición de la Iglesia" y precisó que "los malos ejemplos y aun nuestras propias limitaciones no invalidan el aporte de tantos que antes y actualmente dan su vida por los demás".

Mons. Martínez precisó que "desde una visión materialista que ‘sólo’ comprende al hombre desde lo fisiológico e instintivamente, difícilmente se puedan entender estos valores como un ‘don de Dios’, como un regalo e instrumento de servicio a la humanidad y al bien común"; y reconoció que "desde una antropología materialista por supuesto el matrimonio monogámico y el celibato serán considerados como algo antinatural".

Sin embargo, advirtió que "reducir el celibato a una mera imposición de la Iglesia es de hecho una falta de respeto a la inteligencia y al mismo Cristo que era el ‘sumo y eterno sacerdote’, ‘célibe’, que dio su vida por todos nosotros y que Él mismo recomendó; a los textos bíblicos que tienen una profunda valoración al celibato y a la castidad por el Reino de los cielos; y a los Padres de la Iglesia, doctores y pastores desde el inicio apostólico y hasta el presente".

El Prelado indicó que "el unir el celibato y el sacerdocio ministerial es una opción por una mayor radicalidad evangélica hecha por la Iglesia desde su potestad y respaldada por la Palabra de Dios y el testimonio de los santos y tantos hombres y mujeres que a lo largo de la historia desde este don, y aun desde sus fragilidades trataron y tratan de donarlo todo en exclusividad a Dios y a su pueblo. Los malos ejemplos y aun nuestras propias limitaciones no invalidan el aporte de tantos que antes y actualmente dan su vida por los demás".

Recordó que el Papa Benedicto XVI en su mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, dice que "una vez más, Jesús es el modelo ejemplar de adhesión total y confiada a la voluntad del Padre, al que toda persona consagrada ha de mirar. Atraído por Él, desde los primeros siglos del cristianismo, muchos hombres y mujeres han abandonado familia, posesiones, riquezas materiales y todo lo que es humanamente deseable, para seguir generosamente a Cristo y vivir sin ataduras su Evangelio, que se ha convertido para ellos en escuela de santidad radical".

El Obispo sostuvo que "desde una comprensión correcta de la persona humana, también se puede entender que la sexualidad es un vehículo que no solo hace a la generosidad, sino que puede instrumentar la donación de la propia vida en el amor a los demás. En definitiva, porque la persona está hecha para el amor y donándose es en donde se plenifica".

Por último, Mons. Martínez alentó a rezar por las vocaciones sacerdotales y religiosas, con "la confianza en la iniciativa de Dios y la respuesta humana", y agradeció a Dios porque "Él sigue obrando el llamado y la respuesta de muchos jóvenes a consagrase a Dios y a sus hermanos. Responden al llamado porque creen en el amor".

El celibato es una provocación al mundo superficial

Manfred Lütz, psiquiatra consultor de la Congregación del Clero de la Santa Sede, responde en un extenso e interesante artículo a quienes consideran que la vivencia del celibato no es "natural" y explica cómo esta opción de los sacerdotes y religiosos no solo es necesaria para la vivencia plena de su vocación, la dirección espiritual, y es una "provocación" al mundo superficial que no cree en la vida después de la muerte.

En un artículo publicado en L'Osservatore Romano, el experto comenta que "el celibato es una provocación. En un mundo que ya no cree en una vida después de la muerte, esta forma de vida representa una protesta permanente contra la superficialidad colectiva. El celibato es el mensaje vivido que anuncia que el mundo terreno, con sus alegrías y dolores, no lo es todo".

"Sin una pizca de duda –continúa el psiquiatra– si con la muerte terminase todo, el celibato sería una idiotez. ¿Por qué renunciar al amor íntimo de una mujer, por qué renunciar al encuentro profundo con los hijos, por qué renunciar a la sexualidad? Solo si la vida terrena es una parte que encontrará en la eternidad su cumplimiento, entonces el celibato, como forma de vida, puede dar luces a esta vida. Solo así esta forma de vida anuncia en voz alta una vida de plenitud, que fue ya intuida por hombres de muchas épocas, cuya realidad se ha hecho visible a todos los hombres solo a través de Jesucristo, en particular a través de su muerte y Resurrección milagrosa".

Tras hacer un breve recorrido del celibato en la Iglesia y cómo a través de los tiempos siempre ha sido estimado como de gran valor por los creyentes, pese a algunas crisis en las que fue cuestionado como la del siglo XIX en Friburgo, Alemania, el consultor de la Congregación del Clero destaca como "quien no logra renunciar al ejercicio de la sexualidad no está en capacidad" tampoco "de unirse en vínculo matrimonial".

Para Manfred Lütz la manera de ver la sexualidad que ve a la mujer "como objeto de satisfacción de un impulso personal, tiene un rol clave en la crítica del celibato". Explicando esta manera de aproximarse a este tema, el psiquiatra comenta que incluso los esposos en ocasiones no pueden ejercer su "sexualidad genital plenamente, por ejemplo a causa de una enfermedad temporal o por una discapacidad permanente. En esos casos, una relación de pareja verdaderamente profunda no es destruida por esto, sino que es enriquecida. Del mismo modo el asunto del celibato no debe concentrarse solo en el asunto de la sexualidad genital, sino que debe verse el celibato como una forma de relación determinada, que permite una relación profunda con Dios y una fecunda relación con las personas confiadas a la cura personal del sacerdote".

El experto psiquiatra indica además que "no es cierto lo que se escucha a menudo sobre que una guía espiritual para casados sería mejor si fuera dado por esposos. Una guía así corre siempre el riesgo de revivir inconscientemente las experiencias del propio matrimonio y de transformar las propias emociones en acciones, sin reflexionar, por un mecanismo psicológico".

"Por ello –prosigue– necesita solidamente de un monitoreo, para impedir que esto suceda. Al contrario, una buena guía espiritual tiene considerables experiencias existenciales con muchas parejas casadas. Y así se puede llegar a los casos más difíciles. Esto explica, por ejemplo, la sorprendente fecundidad de los escritos sobre el matrimonio de aquel gran pastor de almas que fue el Siervo de Dios Juan Pablo II".

Finalmente y tras explicar que el celibato no es para los narcisistas que buscan siempre que todo gire sobre sí mismos, Lütz recuerda que el sacerdote "debe sobre todo interesarse por los otos seres humanos y sus miserias, debe olvidarse de él, y debe hacer visible, detrás de sus palabras, el esplendor de Dios antes que sus propias miserias".

Ricardo Sada Fernández
06.06.2008

Recordemos el ejemplo de aquel joven médico que al leer el periódico descubre la foto de una linda chica y su dirección, se decide a escribirle y cortejarla a distancia, enamorándose cada día más.

¿Qué hubiera ocurrido si a nuestro médico en el país lejano no le hubiera llamado la atención la joven de la fotografía? ¿O, si luego de unas pocas cartas, hubiera perdido el interés por ella y cesado la correspondencia? Aquella muchacha no habría significado nada para él a su regreso. Aunque se toparan en la estación a la llegada del tren, su corazón no se sobresaltaría al verla. Su rostro hubiera sido uno más entre la multitud.

Algo parecido sucederá si no empezamos a amar a Dios en esta vida: no hay modo de unirnos a Él en la eternidad. Si nuestro corazón llega a la eternidad sin amor de Dios, la dicha simplemente, no existirá. Como un hombre sin ojos no puede ver la belleza del firmamento estrellado, un hombre sin amor de Dios no puede ver a Dios; entra en la eternidad ciego No es que Dios diga al pecador impenitente (el pecado no es más que una negativa al amor de Dios): “Si no vienes preparado, no quiero que te me acerques. ¡Largo de aquí para siempre!” No. El hombre que muere sin amor de Dios, o sea, sin arrepentirse de su pecado, ha hecho su propia elección. Fue él quien, consciente y lúcidamente, rechazó de un manotazo la amante invitación que Dios le ofrecía.

No se ama lo que se desconoce

Lo primero será, pues, conocer todo lo que podamos sobre Dios, para poder amarlo, mantener vivo nuestro amor y hacerlo crecer. Volviendo a nuestro imaginario galeno: si ese joven no hubiera visto el periódico donde aparecía la chica, resulta evidente que nunca habría llegado a amarla. No podría haberse enamorado de quien ni siquiera sospechaba su existencia. E, incluso, si después de ver su fotografía, el joven no le hubiera escrito y por la correspondencia conocido sus virtudes y su personalidad, la primera chispa de interés nunca se habría hecho fuego abrasador.

Ésa es la razón por la cual nosotros “estudiamos” a Dios y lo que Él nos ha dicho de Sí. Ésa es la razón por la cual recibimos clases de catecismo en la infancia y cursos de religión en la juventud y madurez. Por esa razón atendemos a las homilías los domingos y leemos libros y folletos doctrinales, asistimos a círculos de estudio, seminarios y conferencias. Son parte de lo que podríamos llamar nuestra “correspondencia” con Dios. Son parte de nuestro esfuerzo por conocerlo mejor para que nuestro amor por Él pueda crecer y fructificar.

Pero no basta conocer para amar. Existe un termómetro infalible para medir nuestro amor por alguien, y es hacer lo que agrada a la persona amada, lo que le gustaría que hiciéramos. Volviendo al ejemplo de nuestro mediquillo: si, a la vez que dice amar a su novia y querer casarse con ella, se dedicara a derrochar su tiempo y dinero en prostitutas y borracheras, sería un hipócrita de cuerpo entero. Su amor no sería veraz si no tratara de ser la clase de persona que ella querría que fuese, si no pusiera en práctica las recomendaciones que ella le sugiere en sus cartas.

Amor igual a voluntad

Análogamente, hay una sola forma de mostrar nuestro amor a Dios, y que consiste en hacer lo que Él quiere que hagamos, siendo la clase de persona que Él dispuso que fuéramos. El amor a Dios no está sólo en los sentimientos. Amar a Dios no significa que nuestro corazón deba dar brincos cada vez que pensamos en Él; eso no es esencial. El amor a Dios reside en la voluntad. No es por lo que sentimos sobre Dios, sino lo que estamos dispuestos a hacer por Él, como probamos nuestro amor a Dios.

Mientras más amemos a Dios aquí, tanto mayor será nuestra dicha en el cielo. Aquel que ama a su prometida sólo un poco, será dichoso al casarse con ella. Pero otro que ame más a la suya será más dichoso que el primero en la consumación de su amor. Del mismo modo, al aumentar nuestro amor a Dios (y nuestra obediencia a su voluntad) aumenta nuestra capacidad de ser felices en Dios.

Así, pues, aunque es cierto que cada uno de los que están en el cielo es totalmente dichoso, también es verdad que unos poseen mayor capacidad de dicha que otros. Para utilizar un ejemplo antiguo: un pequeño dedal y un barril pueden estar ambos llenos, pero el barril contiene más agua que el dedal. O también, si cinco individuos contemplan una pintura famosa todos están pasmados ante el cuadro, pero cada uno en grado distinto, dependiendo de su conocimiento y sensibilidad pictóricos.

Todo esto es lo que el catecismo enseña al decir: “¿Para qué te ha creado Dios?”, a lo que contesta diciendo: “Para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida”. Esa palabra de en medio, “amar”, es la palabra clave, la esencial. Pero el amor no se da sin previo conocimiento, pues hay que conocer a Dios para poder amarlo. Y no es amor verdadero el que no se traduce en obras: haciendo lo que al amado le complace.

Antes de terminar, interesa mucho tener en cuenta que Dios no nos deja abandonados a nuestra humana debilidad en este asunto de conocerlo, amarlo y servirlo. No se ha limitado a ponernos un instructivo en las manos y dejar que nos arreglemos con su interpretación lo mejor que podamos. Dios ha enviado a “Alguien” para que nos dé la fuerza interior y para ilustrar lo que debemos saber en orden a nuestro destino eterno. Dios ha enviado ni más ni menos que a su propio Hijo, el Verbo eterno, que vino a la Tierra para darnos la Vida que hace posible nuestra felicidad sobrenatural, y para enseñarnos el Camino y la Verdad con su palabra y ejemplo.

El Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo Nuestro Señor, subió al cielo el jueves de la Ascensión, y no tenemos ya más entre nosotros su presencia física y visible. Sin embargo, ideó el modo de permanecer aquí hasta el final de los tiempos. Con sus doce Apóstoles como núcleo y base, Jesús se modeló un nuevo tipo de Cuerpo. Es un Cuerpo Místico más que físico por el que permanece en la Tierra.

Las células de su Cuerpo son personas en vez de protoplasma. Su cabeza es Jesús mismo, y el alma es el Espíritu Santo. La voz de este Cuerpo es el mismo Cristo, quien nos habla íntimamente para enseñarnos y guiarnos. A este cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, que continuará la misión salvadora por todos los siglos y en todas las partes, lo llamamos Iglesia. La Iglesia enseña la Verdad y muestra el Camino. Pero la Iglesia también tiene -es el mismo Señor que continúa en Ella- la Vida del Redentor. No sólo nos ayuda “desde fuera”, como un maestro de la Tierra, sino que nos da la nueva vida, vida de Cristo, para poder unirnos con Él algún día.

Alfonso Aguilo
06.06.2008

El dolor es una realidad que nos encontramos por todas partes. Que afecta a unos y a otros, a los buenos y a los malos, a los menos buenos y a los menos malos.

—Pero Dios podría haber creado el mundo de otra manera, y que todos fuéramos buenos, y nadie tuviera la posibilidad de hacer el mal.

Supongo que comprenderás que eso es bastante poco compatible con la libertad humana. Si el hombre es un ser libre, hay que contar con la posibilidad de que emplee mal esa libertad, y de que exista, por tanto, el mal en el mundo.

—Pero Dios sabe lo que va a pasar, antes de que suceda. Si ya lo tiene previsto, no somos entonces muy libres.

Una cosa es el conocimiento de algo que va a suceder y otra es la responsabilidad de hacerlo. Si yo me asomo a la calle y veo a una persona tirar a otra por la ventana de un quinto piso, sé que se estampará contra la acera, pero saberlo no quiere decir que yo sea el responsable. Dios tampoco. Lo será, en todo caso, el que le haya empujado.

Y si veo en diferido un partido de fútbol previamente grabado en vídeo, por el hecho de saber cuál es el resultado final del encuentro no quito a los jugadores la libertad de jugar al fútbol tranquilamente. Algo semejante sucede cuando decimos que Dios sabe lo que va a pasar. No por eso coarta nuestra libertad.

—Pero si Dios es omnipotente, ¿no podría haber hecho compatible la libertad con un mundo bueno? ¿No es capaz Dios de hacer cualquier cosa?

Ser omnipotente significa tener poder para realizar todo aquello que sea intrínsecamente posible. Pero ya sabes que no todo es intrínsecamente posible.

Dios puede sin ninguna dificultad
hacer milagros,
pero no puede hacer disparates.

Y esto no es imponer límites a su poder. Para demostrar que todas las cosas son posibles para Dios, no podemos pretender que haga algo que es intrínsecamente contradictorio (que un círculo fuera cuadrado, por ejemplo). Porque eso, si fuera posible hacerlo –que no lo es–, no demostraría ninguna potencialidad.

Quizá podríamos imaginar un mundo –te respondo glosando ideas de C. S. Lewis– en el que Dios corrigiese a cada momento los resultados de los abusos de la libertad de los hombres, obligando a que todos sus actos fueran "buenos" en el sentido que tú dices.

Entonces, el palo tendría que volverse blando cuando quisiera usarse para golpear a alguien. El cañón de la escopeta se haría un nudo cuando fuera a ser utilizada para el mal. El aire se negaría a transportar las ondas sonoras de la mentira. Los malos pensamientos del malhechor quedarían anulados porque la masa cerebral se negaría a cumplir su función durante ese tiempo. Y así sucesivamente.

Comprenderás que si Dios tuviera que evitar cada uno de esos actos malos, este mundo sería algo realmente grotesco. Desde luego, toda la materia situada en las proximidades de una persona malvada estaría sujeta a impredecibles alteraciones, sería un auténtico show.

Se harían imposibles los actos malos, es verdad, pero la libertad humana quedaría anulada. Dios puede modificar las leyes de la naturaleza y producir milagros –y de hecho a veces lo hace–, y eso es algo ciertamente razonable, pero el concepto de mundo normal exige que tales milagros sean algo poco habitual.

Podemos compararlo a una partida de ajedrez. Puedes, si quieres, hacer algunas concesiones a tu adversario inexperto sin alterar mucho el juego. Puedes darle ventaja cediendo unas piezas al comienzo. Puedes incluso dejarle rectificar un error en algún movimiento. Pero si le concedes todo lo que le conviene todas las veces, si le dejas rectificar y volver atrás en todas las jugadas, entonces..., entonces no estás jugando al ajedrez. Sería otra cosa distinta.

Pues algo así ocurre con la vida de los hombres en este mundo. Si tratas de excluir la posibilidad del mal y del sufrimiento, te encontrarías con que has excluido la libertad misma. Si intentáramos ir corrigiendo a cada momento la Creación, como si este o aquel elemento pudiesen ser eliminados, cada vez nos daríamos más cuenta de que no es posible lograrlo sin desnaturalizarla. El devenir del mundo trae consigo, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto, lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza, también las destrucciones; y junto con el bien existe también el mal.

¿Por qué el mal se ceba en los hombres buenos?

—¿Y no podría Dios, al menos, hacer que las desgracias afectaran menos a los hombres buenos? A veces parece como si se ensañaran con quienes menos las merecen.

Entonces, cuando hubiera un accidente, Dios tendría que enviar un ángel para poner a salvo de forma extraordinaria a los viajeros virtuosos. Y si una helada destruyera una cosecha, otro ángel tendría que ir para proteger las parcelas del hombre bueno para que así no le afectaran los fríos.

Y si se tratara de una inundación, entonces tendría que contener las aguas, como en el paso del Mar Rojo, antes de que destruyeran la vivienda de la familia honrada. Y volveríamos a lo mismo de antes.

El mundo está sometido a ciertas leyes generales que Dios no suspende sino de vez en cuando, y esas leyes, por lo general, afectan sin distinción a todos. Ya sabemos que lo que va bien a los corderos, va mal a los lobos, y viceversa. Pero no sería sensato que unos u otros exigieran a Dios milagros continuos que perturbasen incesantemente el orden regular del universo.

—Pero entonces parece que los hombres buenos siempre salen perdiendo, porque se privan de las ventajas ilícitas que tienen los malos, y en cambio sufren igual que ellos las desgracias naturales.

Pero, a pesar de todo, los hombres virtuosos son mucho más felices, aun en la tierra, que los viciosos y malvados. Quien se desvía de la moral, obtiene quizá una satisfacción inmediata, pero es siempre una felicidad efímera, cimentada sobre el egoísmo, y que va poco a poco labrando su propia ruina. Y una ruina que no vendrá solo en la otra vida, sino también ya en esta.

—Pues a veces se ve a los pecadores bastante felices. Al menos, eso aparentan. No parece que siempre sea tan cierto aquello de que el mal produce tristeza y el bien alegría.

Es cierto, pero hay que matizarlo un poco. A veces, efectivamente, nos da la impresión de que es al revés –señala José Luis Martín Descalzo–, porque no siempre vemos tristes a los pecadores, sino que casi parecen más bien rebosar de satisfacción, como si hubieran encontrado su plenitud en el ejercicio del mal. Vemos que la apuesta humana por el bien lleva a la alegría, pero más bien a largo plazo, cuando se ha conseguido una cierta madurez en el alma. Lo vemos como una idea profundamente cierta, pero paradójica y a veces casi insoportable. Porque el hombre honrado sufre. Y en alguna ocasión podemos incluso sentir algo parecido a envidia de esos personajes inmorales que parecen los triunfadores de este mundo. Pero no debemos engañarnos.

A veces,
el hombre parece poder
convivir sin problemas con el mal,
pero no es así.

Tarde o temprano advierte que el mal ha entrado muy hondo en él, y que se ha hecho fuerte ahí dentro. Quizá se ha afincado en una zona muy íntima de su ser, y su corrupción no se percibe con claridad desde fuera, pero sin duda está allí.

El bien resulta costoso en términos de esfuerzo, pero es una buena inversión. El mal, en cambio, se compra muy barato. Incluso es agradable en la superficie del alma. Pero, antes o después, acaba por hipotecar la vida.

La apuesta humana por el mal, aunque sea una apuesta pequeña, viene siempre acompañada de toda una amalgama de sinsabores, de pesares inconfesables y vergonzantes. ¿Qué idea podemos formarnos de la felicidad de esos hombres, que estarán rendidos por sus propios sufrimientos interiores, por su vida llena de temores y sobresaltos, de recelos, de tortuosidades, de ambiciones que se alimentan de intrigas y de bajezas?

La dicha está en el corazón, y va unida al bien. Por eso, quien deja anidar al mal en su corazón, será una persona infeliz, sean cuales fueren las apariencias de éxito y ventura de las que se encuentre rodeado.

El vicio introduce siempre
un trastorno de la armonía del hombre,
aunque en su inicio
parezca quizá inocuo.

El vicio somete a su vasallaje a la razón y la voluntad. Y cuando lo ha conseguido, atormenta a su pobre sometido con el pensamiento de la muerte, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes.

Es cierto que las claudicaciones morales pueden proporcionarnos placer, dinero, poder, o muchas otras cosas. Pero el coste humano que debe pagarse en la propia carne es siempre muy alto. Al abrir las puertas del alma al mal, lo que este nos otorga ya no nos pertenecerá, pues seremos esclavos de aquello a lo que nos entregamos.

¿Por qué Dios no nos ha hecho mejores?

—Hay mucha gente que dice que no logra entender por qué Dios consiente que tantos inocentes sufran. Que por qué media humanidad pasa hambre. Que por qué Dios no arregla este mundo, y que por qué no lo hace de una vez, ya.

No parece serio echar a Dios la culpa de todo lo que se nos antoja que no va bien en este mundo. "Son los hombres decía C. S. Lewis, y no Dios, quienes han producido los instrumentos de tortura, los látigos, las prisiones, la esclavitud, los cañones, las bayonetas y las bombas. Debido a la avaricia o a la estupidez humana, y no a causa de la mezquindad de la naturaleza, sufrimos pobreza y agotador trabajo".

En muchas de esas quejas que lanzan algunas gentes contra Dios, hay una lamentable confusión. Consideran a Dios como un extraño personaje al que cargan con la obligación de resolver todo lo que los hombres hemos hecho mal, y, si es posible, incluso antes de que lo hubiéramos hecho. Es como una rebelión ingenua ante la existencia del mal, una negativa a aceptar la libertad humana. Y, como consecuencia de ambas cosas, un cómodo echar a Dios culpas que son solo nuestras.

En vez de sentirse avergonzados, por ejemplo, por no hacer casi nada por los millones de personas que cada año mueren de hambre, se contentan es bastante cómodo, realmente– con echar a Dios la culpa de lo que, en gran medida, no es otra cosa que una gran falta de solidaridad de quienes poblamos el mundo desarrollado. ¿Tendremos que pasarnos la vida –se preguntaba Martín Descalzo exigiendo a Dios que baje a tapar los agujeros que a diario producen nuestras injusticias?

Cuando tendríamos que preocuparnos de resolver esa asombrosa situación por la que unos no logran dar salida a sus excedentes alimentarios mientras que otros se mueren de inanición, y cuando parece que la mitad de la humanidad pasa hambre y la otra mitad está con un régimen bajo en calorías para adelgazar, es una pena que lo único que se les ocurra –en vez de trabajar más, o ser más solidarios, de una forma o de otra– sea echar en cara a Dios que el mundo (en el que suelen olvidar incluirse, curiosamente) es horrible.

No somos simples accidentes de la bioquímica o de la historia, a la deriva en el cosmos. Podemos, como hombres y mujeres con responsabilidad moral, convertirnos en protagonistas, no en meros objetos o víctimas del drama de la vida.

—¿Pero cómo es que permite tanta persistencia nuestra en el mal? ¿Por qué Dios no nos cambia, y nos hace efectivamente más solidarios?

La bondad humana es el resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo ser malo, no lo es. Y Dios ha dado al hombre un infinito potencial de bondad, pero también ha respetado la libertad de ese hombre –como hace, por ejemplo, cualquier padre sensato al educar a su hijo–, y ha aceptado el riesgo de nuestra equivocación.

No es muy serio decir que Dios tiene que cambiarnos, cuando cambiar es el primero de nuestros deberes. Si Dios nos hubiera hecho incapaces de ser malos, ya no seríamos buenos en absoluto, puesto que seríamos marionetas obligadas a la bondad.

—Pero se ven tantos errores en el mundo, tantas calamidades, tanto egoísmo, tantas lamentables aberraciones y tan difíciles de explicar...

La respuesta cristiana a esto es clara: los desequilibrios que fatigan al mundo están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano, que sumerge en tinieblas el entendimiento y lleva a la corrupción de la voluntad. Esta es la clave para descifrar el enigma.

El verdadero mal proviene del interior del hombre, radica en una escisión que tiene su origen en el pecado. Igual que hay una experiencia clara de la existencia de la libertad, la hay también de que la libertad está herida, así como del mal que el hombre puede ser capaz de hacer.

Las situaciones de injusticia social proceden de la acumulación de injusticias personales de quienes la favorecen, o de quienes pudiendo evitar o limitar ciertos males sociales, no lo hacen.

Los que se eximen de culpa personal para pasársela toda a las estructuras del mal, niegan al hombre su capacidad de culpa, y niegan por tanto su libertad y su responsabilidad personales, y disminuyen su propia dignidad. Los verdaderos creyentes, en cambio, se sienten responsables. Y cuanto más acentuado sea el sentido de responsabilidad de una persona, tanto menos buscará excusas y tanto más se examinará a sí mismo –sin absurdos complejos de culpabilidad–, para mejorar él y ayudar a mejorar a los que le rodean.

—Pero arreglar un poco este mundo se ve como una labor muy a largo plazo, con un final lejano...

Si algo resulta muy necesario, y además tardará en llegar, es entonces también muy urgente. Como dijo aquel mariscal francés al tomar posesión de su cargo: si estos árboles van a tardar veinte años en dar sombra, hay que plantarlos hoy mismo.

P. Javier Abad Gómez
06.06.2008

Un principio normativo fundamental que debe caracterizar la educación en la fe, es el siguiente: El trabajo bien hecho es factor de perfeccionamiento personal y de servicio a la sociedad. Para lograrlo es preciso cuidar siempre con esmero los detalles pequeños. En su unión está la clave: sólo un trabajo en el que se cuidan los detalles pequeños estará bien hecho. Y sólo un trabajo bien hecho, en el que se respeta y se busca la unidad de vida, es camino hacia la madurez.

El trabajo es una dimensión fundamental de la persona, inscrito en la naturaleza humana con tal profundidad que no se pueden concebir separados: el hombre hace el trabajo y el trabajo hace al hombre. Como el vuelo es para las aves, es el trabajo para el ser humano.

El trabajo es un bien del hombre. Y es no sólo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es decir que corresponde a la dignidad del hombre, que expresa esta dignidad y la aumenta. Mediante el trabajo el hombre no solamente transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido, se hace más hombre 325.

El trabajo es una actividad que sólo corresponde al ser humano: no a los animales, ni a las máquinas. Si de estos, sin razón, se dice que trabajan, es en sentido figurado: en cuanto están al servicio del trabajo humano. El trabajo es actividad creadora, que lleva siempre a un fin; debido a su intencionalidad decimos que sólo el hombre o la mujer trabajan. Todo trabajo, aún el más humilde, incluye la presencia del espíritu, de la inteligencia y de la voluntad humanas. Es una manifestación de la actividad libre del hombre que se dirige a su fin, precisamente a través y por medio de su trabajo.

La importancia de los detalles

El trabajo bien hecho reclama, como algo indispensable, el cuidado de las cosas pequeñas, de los detalles. En realidad no se puede pensar en una obra grande, sino se fundamenta en los detalles menudos.

¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? Un ladri1lo, y otro. Miles. Pero, uno a uno. Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto. Y trozos de hierro. Y obreros que trabajan, día a día, las mismas horas... ¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?... ¡A fuerza de cosas pequeñas! 326

Todo hombre debe trabajar, porque con ello se afirma en la vida y se afianza el sentido de su dignidad: todo trabajo es digno y todo trabajo dignifica a quien lo realiza. Pero hace falta que se realice bien y que contribuya al mejoramiento propio, y al de su familia y al de la sociedad. Sólo un trabajo bien hecho, acabado hasta el detalle, es cauce de perfección humana. Por esto el trabajo es actividad educativa, tarea que contribuye directamente a la madurez y, a su vez, la manifiesta. Para que esto sea así, debe tratarse siempre de un trabajo que sea reflejo de la libertad humana, de su inteligencia y de su voluntad.

Que ponga en juego los mejores valores de la naturaleza humana. Cuanto más elevados sean esos valores, más ennoblecen a la persona y a la misma obra realizada.

Cualquier oficio se vuelve Filosofía, se vuelve Arte, Poesía, Invención, cuando el trabajador le da su vida, cuando no permite que ésta se parta en dos mitades: una mitad para el ideal y la otra, para el menester cotidiano, sino que se convierte en una misma cosa en unidad de vida 327.

Cuando el hombre, a pesar de la dureza y del esfuerzo, no desvincula su quehacer cotidiano de la totalidad de su ser, de su unidad de vida, encuentra en el trabajo un medio de realización personal y de plasmación de todas sus capacidades. No es, pues, el trabajo un simple medio de vida: es mucho más. Es una forma de expresar nuestra presencia en el mundo, nuestro modo de enfrentarnos a la existencia; es un reflejo de la manera de ser, de la estructura mental y moral de cada uno.

El hombre y la mujer llevan al trabajo lo que son y lo que tienen: sus sentimientos, sus pasiones, sus amores, sus sueños e ilusiones. En el trabajo se empeña la inteligencia, con todo el desarrollo alcanzado por el pensamiento y por los ideales humanos; la voluntad, con la fuerza de un querer ser cada vez mejor; el corazón, cuando lo realiza con amor y por amor. En una palabra, toda la personalidad.

En la medida en que el hombre procure realizar bien su trabajo, con perfección tanto moral como técnica, no sólo la obra, sino también quien la realiza, quedará enriquecido. Comprendiendo que difícilmente se puede hablar de perfección moral ética, sobrenatural si no está unida a la técnica. Un trabajo voluntariamente imperfecto, desganado, inacabado, no sólo queda mal hecho, sino que hace daño a quien así lo cumple.

De Cristo se dice en la Sagrada Escritura, como uno de los mayores elogios:

“Todo lo hizo bien” 328. No sólo los grandes prodigios y milagros, sino las cosas menudas, cotidianas que a nadie deslumbraron pero que fueron realizadas con la fuerza y la delicadeza de su Amor. Y esto hace referencia, también, a sus años de infancia y juventud, cuando lo que hizo estaba relacionado con su trabajo en el taller de José, en su oficio de artesano.

Para Él, la obra bien hecha no sólo era consecuencia de su perfección divina, sino también característica de su perfecta humanidad. Y la perfección que Él nos pide significa, ni más ni menos, que seamos cuidadosos en los pequeños detalles del trabajo diario, por amor. Lo importante no es la obra en sí misma, sino el modo de hacerla, el amor que la inspira. En el Antiguo Testamento, entre las indicaciones dadas por Yahvé sobre los sacrificios, dice: “Ha de ser sin tacha, buey, cordero o cabrito. Si tuviere defecto, no lo ofreceréis: no sería aceptable” 329. Que la ofrenda sea grande, mediana o pequeña, de acuerdo con la capacidad del oferente; pero perfecta en el detalle, en el afecto y sin resquicios de egoísmo.

No dejar cosas a medias

La madurez de una obra hecha en unidad de vida requiere de cada uno que trabaje bien, que sea competente en su profesión, que no deje las cosas a medias, ni llenas de remiendos. Un trabajo en el que se pone intensidad y orden, ciencia y competencia, acabado hasta el último detalle, sin tacha y sin errores, en el que no quedan rincones sin terminar. Trabajo serio, que no sólo parezca bueno, sino que lo sea realmente. No importa si es manual o intelectual, de ejecución o de organización, que lo vean otros o no. Un oficio o profesión, una tarea cualquiera, realizada de este modo, dignifica a quien la realiza, lo mejora, lo perfecciona, lo conduce a la madurez.

Refiriéndose al trabajo bien hecho, como medio de perfección humana y sobrenatural, san Josemaría Escrivá comenta en uno de sus libros:

“A veces, nuestras caminatas (con algunos estudiantes) llegaban al monasterio de las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral. Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba: ¡Esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tu lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos330”.

Sólo la obra bien hecha contribuye a la madurez humana

No puede entenderse como trabajo eficaz el que solamente logra objetivos económicos; para que sea camino de madurez, debe alcanzar, además, un efectivo mejoramiento de quien lo realiza. Lo mismo que el de quienes trabajan con él o para él; y, como lógica consecuencia, mejora o perfecciona los objetos que salen de manos o de su inteligencia.

Quien trabaja con madurez, lo hace independientemente del estado de ánimo o del entusiasmo; trabaja con sentido del deber, por compromiso; es constante, sin dejarse desanimar por las contrariedades; sabe ver en las contradicciones una oportunidad de superarse a sí mismo. Estudia e investiga, sin contentarse con lo que ya conoce: no se aburguesa. Busca siempre lo mejor lo más perfecto en su tarea, sin contentarse con el mínimo indispensable. En una palabra, cuida las cosas pequeñas.

Asombra pensar que la máxima demostración de amor, la mejor expresión de un trabajo bien hecho, está precisamente en lo que muchos califican como insignificante: las cosas pequeñas. Esas que se aprecian sólo con una mirada limpia que sabe percibirlas con amor.

Dice la filosofía que para que haya virtud hay que atender a dos cosas: a lo que se hace y al modo de hacerlo331. Una tarea sólo resulta grata tanto para quien la realiza como para quien la recibe cuando está hecha con la mayor perfección que le sea posible a su autor. No basta digámoslo una vez más que lo que se haga sea bueno: se requiere, además, que esté lo más perfectamente cumplido, pulido hasta el detalle, finamente acabado. Una obra cabal exige que esté bien terminada y esto es siempre cuestión de detalle: detalle es la cincelada, la pincelada, el retoque final que hace, de un buen trabajo, una obra maestra.

La perfección de la obra perfecciona a su autor

Cuidar lo pequeño es garantía para cosas mayores. Se dice que el peor enemigo de la roca no es el pico que trata de romperla: es la débil raíz o el agua que, gota a gota, día a día, año tras año, se introduce en la pequeñas grietas hasta perforarla y romperla.

Una casa no se hunde por un impulso momentáneo (...). En ocasiones es la prolongada desidia de sus moradores lo que motiva la penetración del agua. Al principio se infiltra gota a gota y va insensiblemente carcomiendo el maderaje y pudriendo el armazón. Con el tiempo el pequeño orificio va tomando mayores proporciones, originándose grietas y desplomes considerables. Al final, la lluvia penetra a torrentes 337.

Se explican las palabras del Evangelio: “El que violare uno de estos mandamientos, por mínimos que parezcan y enseñare a los hombres a hacer lo mismo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos; pero el que los guardare y enseñare, ése será tenido por grande en el reino de los cielos”338.

Acabar bien lo que se realiza significa casi siempre estar pendiente del detalle. Exige esfuerzo y sacrificio. No empequeñece sino que engrandece a quien lo realiza porque al perfeccionarse la obra se perfecciona su autor. En cambio, acabar mal las cosas empobrece a la persona. En lo diminuto se percibe mejor la grandeza de una persona.

Es propio de espíritus mezquinos ver en las cosas menudas sólo su pequeñez: son los que valoran más la veleta dorada que corona el edificio, que la roca escondida en los cimientos. En cambio es propio de seres magnánimos, ver las consecuencias grandes de cuidar lo poco, lo sencillo, lo pequeño, lo escondido y silencioso. Son tan importantes las cosas pequeñas y son tan grandes las consecuencias de descuidarlas que habría que decir: ‘no existen las cosas pequeñas’. Sólo el trabajo acabado con amor merece el reconocimiento que se menciona en la Sagrada Escritura: Mejor es el fin de la obra que su principio339. La perseverancia es la fidelidad diaria en lo pequeño.

Cuando se piensa en la santidad, a la que todo cristiano está llamado, con frecuencia se hace referencia a los acontecimientos notables que causan admiración y no se repara en todo lo que hay detrás de ellos, que suele ser, precisamente, lo valioso. En la vida de la Virgen María se percibe con claridad que su grandeza fue haber vivido lo pequeño con amor.

“No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la Tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios! Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido. María, Nuestra Madre, es para nosotros ejemplo y camino. Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos” 340.

Notas
324 Quien quiera ampliar sobre este tema, puede encontrar buen material en el ensayo Voluntad y Trabajo, de María del Carmen Illueca, publicado en el libro Dimensiones de la voluntad, Edit. Dossat, Madrid, pp. 145-199. Algunas de las ideas del presente capítulo, son tomadas de dicho texto.
325 Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 9.
326 Camino, n. 823.
327 Eugenio D’Ors, Aprendizaje y heroísmo, Edit. Universidad de Navarra (EUNSA),
p. 23.
328 Marcos 7, 37.
329 Levítico, 22, 19-20. Amigos de Dios, n. 65.
331 Tomás de Aquino, Quodl. IV, a. 19.
332 San Agustín, De Doctr. Christ. 14, 35.
333 Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontifica de Ciencias, 12-111-1999.
334 Lucas, 16, 10.
335 Eclesiastés, 19, 1.
336 Mateo 25, 21.
337 Casiano, Colaciones, 6.
338 Mateo, 5, 19.
339 Eclesiástico, 7, 9.
340 Es Cristo que pasa, n. 148.

Tomado del libro: " El valor de la Fe", del P. Javier Abad Gómez

Ricardo Sada Fernández
06.06.2008

Salimos de la casa de nuestros amigos y ha oscurecido. Los hijos pequeños de esa familia, cariñosamente arropados por su madre, se habían ido a dormir uno tras otro. Nuestro destino era un volcán nevado, iniciando de noche la escalada para poder transitar, a plena luz del sol, por la zona más peligrosa.

La intensidad del frío hacía que nuestras bebidas se congelaran y que los dedos de las extremidades perdieran su sensibilidad. A medida que subíamos por la ladera empinada, el poco oxígeno del aire agudizaba la jaqueca. Fue entonces, unas tres horas después de la media noche cuando, en un repecho del sendero, apareció a nuestros pies la ciudad iluminada. La quietud citadina, el recuerdo del calor del hogar y el placentero sueño de esos niños me suscitaron una pregunta impetuosa: “Bueno, y yo, tonto de mí, ¿qué estoy haciendo en este lugar?”

¿Y sabré qué hago yo, no en la penumbra de un helado volcán, sino en la vida? ¿Soy producto del azar, un resultante biológico, algo casual? ¿Tiene mi vida alguna dirección, algún plan, algún propósito?

Preguntas como éstas se plantea cualquier individuo cuando se pone a pensar con un grado mínimo de sensatez. Y son preguntas que muchas veces se quedan sin respuesta, con la actitud desalentada de quien las considera imposibles de resolver. Otras veces, la respuesta es limitada, temporal, y por ello, insuficiente para la solución del enigma. Recuerdo, por ejemplo, el caso de un muchacho que vivía en una ciudad que no era la suya, al que pregunté: “Y tú, ¿sabes para qué vives?” “Para irme a Jalapa”, fue su contestación. Otros, quizá, dirán que viven para llegar a ser alguien, o para formar una familia, o para ser felices.

A veces los hombres piensan que podrían ser felices si consiguieran todo lo que desean. Pero cuando lo obtienen -riqueza, poder y salud; una familia generosa y amigos leales-, encuentran que aún les falta algo. Todavía no son verdaderamente felices. Siempre queda algo que su corazón anhela.

Fuente de dicha que decepciona

Hay personas más sabias que saben que el bienestar material es una fuente de dicha que decepciona. Con frecuencia, los bienes materiales son como agua salada para el sediento, que en vez de satisfacer el ansia de felicidad, la intensifica. Estos sabios han descubierto que el corazón del hombre no se sacia con bienes finitos, ni aunque los posea en enorme abundancia.

Y es que el corazón del hombre está hecho, nos dicen, para felicidades insospechadas: su coeficiente de dilatación no está acotado. Por eso la posesión de lo material no responde -y los testimonios vivénciales (quizá el tuyo propio incluido) podrían multiplicarse al infinito- a esas preguntas fundamentales para nuestra vida.

Si, de niños, asistimos al Catecismo elemental, quizá recordaremos las primeras cuestiones aprendidas con repetido sonsonete “¿Quién te creó?” Y, cuando respondíamos que ha sido Dios el autor de nuestra creación, nos volvían a inquirir sobre otra cuestión fundamental: “¿Para qué te ha creado Dios?” “Para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida, y después, verlo y gozarlo en la otra”, respondíamos. Y entonces (vendrán a decirnos los sabios) es cuando ese anhelo de felicidad infinita se empezará a colmar.

Aquí también el testimonio vivencial podría multiplicarse. “It works”, podríamos decir luego de ponerlo en práctica. Esto funciona: así sí soy feliz o, al menos, estoy perfectamente seguro de andar por el camino que me conduce a la felicidad.

Pero, ¿en qué consiste la felicidad de la cual venimos hablando? Quizá nos ayude a entenderla el ejemplo del joven médico que se va a realizar los estudios de su especialidad a un país extranjero. Un día, al leer el periódico de su pueblo que su madre le ha enviado, tropieza con la fotografía de la muchacha que ha sido electa reina de las fiestas de la localidad. El médico no la conocía, ni siquiera había oído hablar de ella. Pero, al mirarla, se dice:

“Caramba, qué linda chica. Además, parece lista y virtuosa. Me gustaría casarme con ella”. Al pie de la foto aparece la dirección de la chica, y el joven se decide a escribirle, sin demasiadas esperanzas de que le conteste. Y, sin embargo, la respuesta llega. Inician una correspondencia habitual, intercambian fotografías, y se cuentan todas sus cosas. El joven médico se enamora más y más cada día de esa muchacha a quien nunca ha visto.

Un par de años después, nuestro personaje vuelve a casa ya graduado. Durante ese tiempo ha estado cortejándola a distancia. El amor a ella lo ha hecho mejor médico y mejor persona: se ha esforzado por ser la clase de individuo que ella querría que fuese. Ha hecho las cosas que ella desearía que hiciera, y ha evitado las que le desagradarían. Ya es un anhelo ferviente de ella lo que hay en todo su ser, y está llegando a casa.

¿Cuánta dicha llevará su corazón al bajar del tren y tomar, al fin, a la muchacha en sus brazos? “¡Oh! -exclamará al abrazarla-, ¡si este instante no acabara nunca!” Su felicidad es la del amor logrado, del amor encontrándose en completa posesión de la persona amada. Llamamos a eso la fruición del amor. El muchacho recordará siempre este momento -momento en el que su anhelo fue colmado con el primer encuentro real- como uno de los sucesos más felices de su existencia.

Este ejemplo puede servirnos para descubrir la naturaleza de nuestra felicidad en el cielo. Es un ejemplo penosamente imperfecto, inadecuado en extremo, pero el menos malo que hemos podido ofrecer. Porque la felicidad esencial del cielo consiste exactamente en esto: en que poseeremos al Dios infinitamente perfecto y seremos poseídos por Él, en una unión tan íntima y total que ni siquiera podemos remotamente imaginar.

Dios es igual a felicidad

El objeto de nuestra posesión no será un ser humano (por bello, noble, bueno y maravilloso que sea). Será el mismo Dios con el que nos uniremos de un modo personal y definitivo; Dios, que es la Bondad, la Verdad y la Belleza infinitas; Dios, que lo es todo, y cuyo amor inconmensurable puede (como ningún amor terreno es capaz de hacer) colmar todos los deseos y anhelos del corazón humano. Poseeremos entonces una tan sublime dicha que, al decir de San Pablo “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman”, (I Cor. 2, 9). Y esta felicidad, una vez lograda, no se perderá jamás.

Que no se pueda perder no significa que se prolongue durante semanas, meses, años y siglos. El tiempo es exclusivo de nuestro mundo físico. Cuando termine nuestra vida terrena, terminará también el tiempo. La eternidad no es “un periodo muy largo”. No habrá sucesión de momentos en el cielo, no serán ciclos cronometrables en horas y minutos. No habrá sensación de monotonía, ni sentimiento de “espera”, ni anhelo de que llegue el otro día. En el cielo el “HORA” será lo único que importará. Eso es lo estupendo del premio: que nunca termina. Cada uno de nosotros estará extasiado en la posesión del mayor Amor que existe, ante el cual el más ardiente de los amores humanos, y aun la suma de todos ellos, es sólo un pálido reflejo.

Y nuestro embeleso no estará impedido por la sombra de su terminación, como ocurre con todas las dichas terrenas: en el cielo no sólo seremos felices con la máxima capacidad de nuestro corazón, sino que tendremos además la perfección final de la felicidad al saber que nada nos la podrá arrebatar. Está asegurada para siempre.

Pbro Dr. Antonio Orozco Delclós
06.06.2008

Es bien sabido lo que dice San Juan, inspirado por el Espíritu: Dios es amor. ¿Qué sabemos del amor? Un poco, por lo que aquí en la tierra vemos o experimentamos en los llamados enamorados: cada uno está en el otro con el pensamiento y el corazón, parece que no tienen ojos sino es para su amor. Si lo liberamos de cualquier forma de egoísmo o imperfección y lo elevamos con el pensamiento a la perfección infinita, tenemos una pista, una idea lejanamente aproximada de lo que es la Vida divina.

Dios es el amor eterno, pleno e infinitamente enamorado; y por eso es la infinita felicidad, eterna, inagotable, amor que no se agosta, que existe en una plena y eterna juventud. Dios es más joven que todos.

El amor infinito es lo que vive Dios en su relación interpersonal trinitaria. Y ese amor se vuelca primero en la creación y después, con maravillosa continuidad, en la salvación del hombre caído. Dios nos quiere a cada uno como si fuéramos su único hijo. Para Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es un hecho. Y al vernos radicalmente indigentes, alejados de Él -de la felicidad infinita, para lo que nos había creado-, perdidos sin rumbo y sin norte, con el horizonte cerrado por las consecuencia del pecado original y de los pecados personales, hace algo asombroso: el Hijo de Dios se hace Hijo del hombre y nos redime con la cruz. Esto dicho está muy brevemente- abre de nuevo a la humanidad el horizonte eterno, la grandiosa posibilidad de la bienaventuranza sin término, es decir, la inmersión en el océano de Amor enamorado y enamorante que es la Trinidad.

Por los frutos se conoce el árbol

Sería menester una enorme biblioteca para balbucear todo esto, pero podemos y debemos comprender que no se puede ser amado "impunemente" por un Amor infinito. Y ahí tenemos todas las páginas rojas de la historia para brindarnos un poco de luz sobre las consecuencias de volver la espalda al Amor. Las consecuencias de un acto, de ordinario, nos revelan su naturaleza moral. Por sus frutos se conoce el árbol.

Es preciso advertir que la ofensa a Dios, el desamor, no es una ofensa a quien nos ha dado algo, poco o mucho (nuestros padres nos han dado mucho con la vida), sino a quien nos ha dado radical y absolutamente todo. Tanto que sin Él no seríamos absolutamente nada. No habría latidos en nuestro corazón, no habría respirar en nuestros pulmones; más aún, no habría nada de nada, no seríamos en absoluto.

Todo lo que somos y podemos llegar a ser (hermanos del Hijo de Dios, hijos de Dios y coherederos de su gloria) lo hemos recibido. ¿Qué tienes tú que no hayas recibido?, es la pregunta de san Pablo que da de lleno en línea de flotación de cualquier género de autosuficiencia. ¿Qué significa negarse al Amor de Dios, rechazarlo, decidirse a no corresponder con todas las fuerzas? Mientras no se responda satisfactoriamente a semejante pregunta no sabremos quién es el Amor y quiénes somos nosotros mismos.

Negar a Dios, negar que Él es el Creador y nosotros sus creaturas es negar todo lo valioso de nosotros mismos, nuestra relación con la Verdad, con la Belleza y el Amor. Es algo monstruoso que sólo por la ceguera misma que causa el pecado, no advertimos. Es incurrir en una real deformación del núcleo de nuestro ser personal, que es de donde proceden esas negaciones. Se llama al pecado "mancha". Es una metáfora. Pero hay que decir más: es una deformación monstruosa de la dimensión personal de nuestro ser, porque justamente es la negación práctica de quien es nuestro Todo, en el más estricto sentido de la palabra. Si yo quiero ser un verdadero matemático y empiezo estableciendo para mis adentros que dos y dos son cinco, toda la aritmética que haga a partir de ese momento establecerá un inmenso error.

El error se hallaría precisamente casi al principio de mi discurso. Podré contar chistes muy graciosos, tal vez escribir novelas de imaginación muy "creativa", pero en cuestión de matemáticas seré un tipo peligroso. Si alguno empieza a desarrollar la razón pensando que no hay Dios o que es lícito vivir como si no lo hubiera, podrá llegar a ser un gran constructor de puentes o de otros artefactos; podrá ser premio Nobel de Literatura, tener una conversación amena con sus amigos y escalar altas cumbres del poder social, económico o político, pero su vivir personal estará herido y deformado de raíz.

Es muy posible que cometa crímenes sin saberlo; es seguro que se equivocará en cuestiones muy importantes de la vida humana, sobre todo en las que podemos llamar cuestiones de sentido. El que no conoce a Dios, o si se prefiere, el que con culpa no reconoce a Dios, no tiene fundamento racional para sostener, por ejemplo, los derechos humanos (aunque los respete, por una feliz incongruencia). Es un peligro (aunque también por una feliz inconsecuencia, sea bondadoso con todo el mundo).

Saber qué significa ofender a Dios

No se trata aquí de juzgar conciencias singulares, sino de expresar una verdad lógica que carece de réplica racional. A nuestro entender, no cabe ninguna. La ofensa a Dios deforma profundamente a la persona que la comete. Por eso es radicalmente distinto ofender a Dios que ofender a una criatura (aunque una cosa lleve a la otra), aunque la criatura sea nuestra madre. Un padre, una madre humanos pueden decir a su hijo: te perdono y me olvido. Es difícil olvidar y que todo vuelva a ser lo mismo, pero es posible porque las relaciones que nos unen a las criaturas no son, ni de lejos, tan profundas, tan radicales como las que nos enlazan a Dios creador. Es todo nuestro ser lo que está ligado a Él.

"Religión" es reconocerlo, re-ligarnos libremente, por amor. Es todo nuestro ser que se distorsiona y resquebraja cuando negamos de un modo consciente y libre ese vínculo entrañable con la Fuente del ser y de la vida. La metáfora más adecuada podría ser quizá el terremoto. Y no tenemos posibilidad de recuperar el orden o equilibrio interior desde su raíz, porque ésta ha quedado contaminada y descoyuntada. No cabe autoperdonarse, autorredimirse o autoconfesarse. Porque lo que hemos roto, la amistad, el amor de Dios en cuanto estaba en nosotros, no está, ni de lejos en nuestro poder. Un monstruo no se puede normalizar a sí mismo. Hace falta que un ser extraordinariamente sabio y poderoso realice en él una operación quirúrgica increíble. El monstruo, para dejar de serlo, necesitaría nacer de nuevo.

Nacer de nuevo

Pues bien: esto es lo que ha hecho posible la cruz de Cristo, la posibilidad infinitamente deseada por Dios Padre: el ejercicio de su misericordia por el perdón de los pecados. Pero, cuidado, el perdón de los pecados sea cosa de poca monta. Los judíos presentes en la curación del paralítico, se escandalizan cuando Jesús dice: perdonados te son tus pecados. ¡Blasfema!, gritaron, porque sólo Dios puede perdonar los pecados. No se daban cuenta de que Jesús era Dios en Persona (la Segunda), pero sí sabían que para perdonar los pecados no bastaba un hombre por santo que fuese: sólo Dios puede perdonar los pecados. En esto, tenían razón. Es claro que si te ofendo a ti no sirve que pida perdón al vecino de arriba. Pero además, es tal el estado del que ha ofendido gravemente a Dios, que, para el perdón se requiere un poder todopoderoso: la omnipotencia misma, que sólo Dios tiene.

Por eso Tomás de Aquino dice bien cuando asegura que la misericordia de Dios es la manifestación más perfecta de su omnipotencia. Y la Iglesia reza: "Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia...". Y Juan Pablo II enseña que la misericordia de Dios es una "potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido" (DM, III, 4 c) Cabe preguntarse: ¿qué tiene que ver la omnipotencia con la misericordia? Al margen de equivocadas doctrinas que tienen la misericordia por debilidad -no vale la pena que nos entretengan-, en nuestro caso tiene mucho, todo que ver.

Porque cuando se ha roto el amor infinito, sólo un Amor infinito puede restaurarlo; sólo el Amor omnipotente. Si libremente me despeño desde un vigésimo piso, no puedo libremente recomponerme, se acabó la libertad y la vida terrenal; yo no puedo "resucitarme". Pues ¿cómo no comprender que romper libremente los vínculos que me atan a Dios son una muerte más trágica que la corporal, porque es espiritual, quizá no sensible (por eso muchos no creen en ella) pero tan realmente mortal como la vida corporal? La Iglesia ha hablado siempre de pecado mortal; no muere la persona, pero muere en ella el amor de Dios, la raíz de todo lo verdadero, bueno y bello. Es el infierno, o su anticipo, o su inminente aparición.

Facetas de los milgaros

Por eso, la restauración de la vida de unión con Dios (Verdad, Bondad, Belleza, Sabiduría, Amor), con su consecuencia de felicidad para la vida temporal y la eterna, más que una restauración es una re-generación, una re-creación, es decir, requiere una operación de la omnipotencia divina. Lo dice bien claro Jesús a Nicodemo: "El que no naciere de nuevo, no puede entrar en el Reino de los cielos" (Jn 3, 5-7). Y toda la Tradición auténtica y todo el Magisterio auténtico de la Iglesia así lo llaman, así lo dicen: renacimiento, regeneración. A la filiación divina no se nace ni se renace por voluntad humana, sino por la omnipotente voluntad de Dios, cuyo perdón es eso: don perfecto. No es que se olvide la culpa, es que se aniquila, porque ha nacido un hombre nuevo.

El milagro tiene muchas facetas. Por una parte, permanece la persona, el yo que fue pecador. Y, por otra parte, el yo que antes del perdón era pecador, al renacer por obra de la gracia santificante, ya no es pecador, es santo. El que era injusto es justo, real y verdaderamente. Este es uno de los puntos en los que Lutero se apartó de la enseñanza de la Iglesia católica. Para él la justificación no existe en sentido estricto, la santificación no alcanza a renovar todo el ser de la persona.

Pero el Magisterio enseña que sí alcanza, porque Dios emplea en el perdón toda su fuerza salvífica: "El Símbolo de la fe profesa la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su creación, y más aún, por la redención y la santificación. Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por "los sacramentos que les han hecho renacer", los cristianos han llegado a ser "hijos de Dios" (Jn 1,12)" (CEC n. 1692; cfr 2782). La redención es justificación verdadera, santificación real. Es un don de santidad que llega a lo más profundo de la persona, por pura generosidad de Dios y encima de valor infinito.

Es increíble que tengamos tan poco aprecio al perdón de Dios; que no acudamos a las fuentes del perdón con una sed inmensa: al sacramento de la penitencia, a limpiar manchas, más aún, a rehacernos, a que el amor de Dios, Padre amorosísimo, nos regenere y nos recree.

El sacramento de la alegría

En el sacramento de la penitencia se otorga el don inmenso, perfecto: el perdón, el más grande don divino, tan del gusto de Dios, rico en misericordia. El perdón es su obra máxima, mayor que la resurrección de un muerto y que la creación de las insondables galaxias, porque mayor es la distancia entre el pecado mortal y la vida sobrenatural de la gracia, que la diferencia entre la nada y el ser. "Realmente es grande un Dios que perdona!: ¡Cuántas gracias tenemos que dar a Dios Nuestro Señor, por este sacramento de su misericordia! Yo me pasmo; me conmuevo. Un Dios que perdona me parece tan padre y tan madre a la vez, que me echaría a llorar de agradecimiento y de alegría. ¿Qué haríamos sin su perdón?" (1).

¿Por qué lloras como un loco
Amigo del alma mía?
Y el Amigo respondía: ?
¡Lloro de llorar tan poco!

Y a la vez tendríamos que dar saltos de alegría. Concretamente, la Confesión sacramental es uno de los más gozosos encuentros inmediatísimos con Cristo Jesús. Porque cuando se oye el "Yo te absuelvo", ese "Yo" es un "Yo" cargado de misterio, no es humano, es divino. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? El ministro y el signo sacramental no son más que instrumentos por los que obra el verdadero operante, que es Jesucristo, virtute praesens, con toda tu fuerza redentora.

Entiéndase bien, el sacerdote confesor no es un delegado de Dios para perdonar. La omnipotencia es indelegable. Como Velásquez no puede decir a un aprendiz: "pinta Las Meninas". Esto es imposible. Para que yo pintara Las Meninas, necesitaría el cerebro y el alma de Velásquez. Necesitaría que Velásquez me suplantara, que su yo de alguna manera anulara el mío. Dios no anula nada, pero, esto es mayor milagro, cuando el confesor dice "Yo te absuelvo" lo dice "in persona Christi". No es un delegado, es el lugar escogido por Cristo para establecerse y a la vez que el confesor dice sensiblemente "yo te absuelvo", Él interviene con su omnipotencia indelegable y ab-suelve, re-crea, re-genera, o incrementa el nivel de vida sobrenatural, creando más vida. Debiéramos llenarnos de asombro, de alegría, de felicidad, de gratitud. E ir corriendo a la plenitud de la Eucaristía; y volver a purificarnos más en el sacramento de la penitencia; y luego, otra vez a la Eucaristía y así sucesivamente. Hasta el día de la entrada definitiva en el gozo infinito de Dios Uno y Trino.

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(1) Beato J. ESCRIVA DE BALAGUER.