Cada vez hay más tendencia a culpar a los padres de todo lo malo que pasa con los hijos, y también de parte nuestra a aceptar todas las culpas que nos adjudican. Aunque es cierto que hoy cometemos más errores, no lo hacemos por malos sino por temerosos debido a que estamos criando a los niños en un mundo tan distinto a aquel en que crecimos que nos sentimos perdidos. Y ese miedo hace que actuemos con tanta debilidad que ellos se han ido volviendo cada vez más demandantes y malagradecidos.
El temor a que los hijos se enojen, se rebelen, nos rechacen o sean infelices nos tiene dominados. Por eso de lo que sí somos culpables no es de ser negligentes sino de tenerle tanto miedo a contrariarlos que nos dejamos dominar por ellos, al punto de que ya no les exigimos nada sino que nos doblegados a sus exigencias, ya no les pedimos un favor sin antes pedirles perdón por molestarlos, y ya lo más importante no es educarlos sino comprenderlos… cuando en realidad no comprendemos nada. Lo grave es que en ese proceso estamos dejando a los niños a la deriva.
Durante la infancia y la juventud, los hijos son tripulantes novatos que inician su travesía por el mundo sin saber para dónde van y sin la experiencia ni los conocimientos que necesitan para transitar por aguas desconocidas para ellos y hoy muy turbulentas. Por eso es fundamental para ellos sentir que están bajo la dirección de unos padres tienen el mando, conocen el rumbo a seguir y dominan la situación, es decir, que les pueden ofrecer la protección y guía que tanto necesitan. Pero esto no es lo que les comunicamos cuando actuamos dominados por el temor y amedrentados por las culpas.
“Por miedo no por bondad surgieron los padres permisivos” aseguró Jaime Barylko. Nuestra culpabilidad como padres está en permitir que el miedo nos lleve a eludir la responsabilidad de controlar y guiar a los niños hasta que sean mayores y tengan la la formación para hacerlo por sí mismos. Por eso no hay dinero que pueda comprar ni colegio o experto que pueda darle a los hijos esa formación escencial que es ante todo producto la dirección y consagración personal de sus padres.
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Autora, educadora familiar y coach en temas relacionados con el fortalecimiento de las relaciones familiares y la formación de los hijos. Su experiencia como madre, además de sus estudios profesionales en sociología y consejería familiar, que adelantó en Inglaterra, Colombia y Estados Unidos, la han llevado a destacarse internacionalmente como autora, columnista y conferencista. Ha escrito tres libros: “Creciendo con nuestros hijos”, “Sigamos creciendo con nuestros hijos” y “De la culpa... a la calma”. www.angelamarulanda.com - Twitter: @angelamarulanda
Con alguna frecuencia vemos hoy en día por todas partes niños (y también adultos) vociferando a gritos cuando las cosas no les funcionan como quisieran, no porque tengan más problemas que nunca sino porque tienen muy poca tolerancia a la frustración. Parece que, atemorizados por toda la información sobre las consecuencias que cualquier experiencia negativa puede tener sobre nuestros hijos, los padres nos hemos dedicado a solucionarles cuanto problema, tristeza o dificultad enfrentan para que “no sufran”. Y por esta razón estamos criando unos niños que no toleran nada, a la vez que exigen todo lo que quieren así no lo merezcan… y lo más rápido posible.
Como la niñez es la escuela de entrenamiento para la edad adulta, nuestra función como padres no es solucionarles todo en la vida a los hijos sino prepararlos para que ellos se las arreglen ante las circunstancias difíciles que tendrán que enfrentar en su trayecto por este mundo. Saber lidiar con la frustración es una de ellas porque en la adultez se les presentarán muchas, y si no las han sufrido cuando son pequeños no sabrán cómo manejarlas cuando sean grandes.
Además, la frustración no es una desdicha sino una experiencia fundamental para la formación del carácter de los hijos. Es gracias a ella que los niños aprenden a ser flexibles y a adaptarse a lo imprevisible, que desarrollan la creatividad para encontrar nuevas opciones cuando otras no les funcionan, que perseveran sin darse por vencidos cuando las cosas no resultan como lo desean y que desarrollan la paciencia necesaria para lidiar con una realidad en la que los hechos suceden a un ritmo y en una forma distinta a la que esperaban.
Si por temor a que los hijos sufran con sus frustraciones, los padres hacemos hasta lo imposible por evitárselas, los estamos alistando para vivir frustrados… porque no tendrán la ecuanimidad ni aprenderán a sobrellevar los desafíos y reveses que irremediablemente serán parte de su historia. Las frustraciones no son malas, pero no tener la capacidad de superarlas ¡sí que lo es!
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Autora, educadora familiar y coach en temas relacionados con el fortalecimiento de las relaciones familiares y la formación de los hijos. Su experiencia como madre, además de sus estudios profesionales en sociología y consejería familiar, que adelantó en Inglaterra, Colombia y Estados Unidos, la han llevado a destacarse internacionalmente como autora, columnista y conferencista. Ha escrito tres libros: “Creciendo con nuestros hijos”, “Sigamos creciendo con nuestros hijos” y “De la culpa... a la calma”. www.angelamarulanda.com - Twitter: @angelamarulanda
Vivimos en la era del “parecer”. Hay que parecer jóvenes, parecer atractivos, parecer bellas, parecer “chéveres”… Es decir, se impuso la cultura de la imagen en la que lo que más cuenta es la apariencia.
El problema es que en el esfuerzo por aparentar lo que no somos, dejamos de ser lo que sí somos. Las características particulares que nos identifican como individuos están siendo determinadas por la cultura consumista que decide quiénes somos con base en lo que parecemos. Como resultado, ahora vestimos como visten todos, tenemos lo que tienen todos, usamos lo que usan todos y hasta hemos llegado al extremo de mandarnos a hacer las facciones y la figura “a la medida” de lo que dicta la moda. Así, somos quizás más atractivos pero no somos auténticamente nosotros mismos.
El culto a la figura promovido por el mundo consumista ha hecho que la apariencia exterior se haya convertido, especialmente para las mujeres, en la razón de existir. Posiblemente éste es el motivo por el que tanta gente hoy se queja de sentirse vacía y perdida, y anda dando tumbos por la vida, tratando de acallar su angustia a base de impresionar a los demás con una figura espectacular. Algunos expertos en la conducta han señalado que la búsqueda obsesiva de la perfección exterior es una forma de evasión con la que se dopan hoy las personas para no ver la confusión que reina en su mundo interior.
Contrario a lo que promueve la publicidad, no somos lo que aparentamos, sino lo que creemos, lo que defendemos, lo que amamos, lo que soñamos … .¿Será que el valor que le damos a cultivar nuestra belleza física si está alineado con aquello que es más importante para nosotros? ¿Será que lo que estamos construyendo si llevará a que nos recuerden por nuestra calidad humana y no sólo por nuestra bella apariencia física?
La fuente de donde surge el entusiasmo y el sentido de nuestra vida brota, no de lo exterior, sino de lo más profundo de cada persona, y es allí a donde se origina lo que nos da una buena razón para vivir.
El cuerpo es sólo el empaque y como tal es algo así como la estructura que alberga lo que somos. Por ello es importante cuidarlo con esmero pero no convertirlo en la credencial de nuestro valor como personas. Nos traicionamos cuando buscamos nuestro valor en lo aparente, porque éste se encuentra y cultiva en lo más profundo de nuestro ser. Es aquí a donde está lo que nos hace personas únicas e irremplazables, y donde se gesta lo que nos hará inmortales en la vida de muchos.
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Autora, educadora familiar y coach en temas relacionados con el fortalecimiento de las relaciones familiares y la formación de los hijos. Su experiencia como madre, además de sus estudios profesionales en sociología y consejería familiar, que adelantó en Inglaterra, Colombia y Estados Unidos, la han llevado a destacarse internacionalmente como autora, columnista y conferencista. Ha escrito tres libros: “Creciendo con nuestros hijos”, “Sigamos creciendo con nuestros hijos” y “De la culpa... a la calma”. www.angelamarulanda.com - Twitter: @angelamarulanda
No me explico cómo pudimos estar durante años sin todos esos aparatos que nos han facilitado mucho la vida: el celular, las tablets… Me maravilla la tecnología y la forma como nos ayuda a rendir el tiempo y a acortar distancias. Pero me aterra la dependencia tan grande que hemos desarrollado con las comunicaciones virtuales porque nos absorbe tanto que nos aísla de los demás!
Me pregunto, ¿por qué tenemos que vivir a todas horas con estos aparatos prendidos? ¿Es que acaso el mundo virtual es más importante que nuestro mundo afectivo? ¿Qué les estamos diciendo a los hijos cuando respondemos el teléfono, revisamos los mensajes o leemos los correos mientras estamos con ellos?¿O cuando atendemos llamadas o nos conectemos a las redes sociales mientras estamos reunidos conversando o comiendo? Sin duda les hacemos saber que todos son más importantes que ellos, porque si nuestra prioridad es atenderlos a los demás es porque los valoramos más.
Estamos sufriendo de “déficit de atención familiar” debido a que estamos desatendiendo el hogar, los hijos, los afectos… todo eso que decimos que es primordial en nuestra vida, por atender a otros que muchas veces ni conocemos.
Esa adicción a los celulares y demás está fraccionando nuestra atención e impidiéndonos estar a dónde está nuestro corazón. Se nos está olvidando que si no atendemos todas las llamadas no se nos va a arruinar la vida… pero si no atendemos a quienes más amamos si se arruinarán nuestras relaciones con ellos!
Vivir conectados a las redes virtuales quizás nos hace pensar que estamos actualizados y nos proporciona un sentido ficticio de pertenencia. Pero con tantos frentes que tenemos hoy tenemos que establecer prioridades. La oportunidad de conversar y gozar a diario la compañía de nuestra familia es un privilegio que no tendremos para siempre. Esa cercanía que nos ofrece la convivencia cotidiana se acaba… y más pronto de lo que pensamos. No la desperdiciemos porque si no estamos ahí para ellos hoy es muy posible que ellos tampoco estén ahí para nosotros el día de mañana.
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Autora, educadora familiar y coach en temas relacionados con el fortalecimiento de las relaciones familiares y la formación de los hijos. Su experiencia como madre, además de sus estudios profesionales en sociología y consejería familiar, que adelantó en Inglaterra, Colombia y Estados Unidos, la han llevado a destacarse internacionalmente como autora, columnista y conferencista. Ha escrito tres libros: “Creciendo con nuestros hijos”, “Sigamos creciendo con nuestros hijos” y “De la culpa... a la calma”. www.angelamarulanda.com - Twitter: @angelamarulanda
Todo ha cambiado tanto que hasta la conformación de algunas viviendas es ahora muy distinta. Están en apogeo los apartamentos estilo “loft” en los que no hay mayores divisiones ni límites tangibles. Constituyen un gran espacio en el que la sala, la cocina y las habitaciones son parte de un mismo todo, y no se sabe ni dónde comienza lo uno ni dónde termina lo otro. Y por supuesto, tampoco nos queda claro a dónde estamos parados.
A mí se me ocurre que las familias de hoy se parecen mucho a las viviendas “loft”. Todos los miembros de la familia están a un mismo nivel y ocupan un mismo espacio jerárquico. No se sabe muy claramente quiénes deciden y quienes obedecen, es decir, quiénes son los padres ni quienes son los hijos porque todos gozan de los mismos privilegios y del mismo poder de mando (en el mejor de los casos). Por supuesto que aquí también es difícil para sus integrantes saber a dónde están parados.
En un esfuerzo por sustituir la imagen de figuras autoritarias y distantes por una más amigable y cercana a los hijos, hoy, a menudo, grandes y chicos están a la par y conviven en un mundo de “iguales”: van a los mismos lugares, ven lo mismo, visten lo mismo, y piensan y quieren lo mismo. En esta forma hemos llegado al peligroso extremo de abolir la jerarquía intergeneracional y por ende la familiar.
Para que cualquier institución social funcione adecuadamente necesita tener una estructura jerárquica gracias a la cual los padres, como personas con más experiencia y capacidades, estén a la cabeza y tengan la autoridad para guiar a los hijos. Nuestra posición como jefes y guías de la familia es evidente, entre otras, cuando gozamos de condiciones privilegiadas, como ocupar (solos) la cama y la habitación más grande de la casa, el lugar principal en la mesa y en el carro, así como tener la última palabra en las decisiones que atañen al grupo familiar (qué comeremos, a dónde vamos, qué programa vemos en la televisión o qué música escucharemos, etc.).
Tenemos que recordar que la confianza y amor de los hijos no depende de lo mucho que los complazcamos ni de la camaradería e igualdad con que nos traten sino la admiración y amor que nos tengan. Los padres somos los guías del viaje inicial de los hijos por este mundo. Y los guías son como antorchas, por lo que no van atrás ni a un mismo nivel de quienes les siguen, porque desde ahí no pueden alumbrarles el camino. Debemos ir a la cabeza, iluminando todo el sendero desde un plano superior para ser visibles, para ser respetados… para ser amados.
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Autora, educadora familiar y coach en temas relacionados con el fortalecimiento de las relaciones familiares y la formación de los hijos. Su experiencia como madre, además de sus estudios profesionales en sociología y consejería familiar, que adelantó en Inglaterra, Colombia y Estados Unidos, la han llevado a destacarse internacionalmente como autora, columnista y conferencista. Ha escrito tres libros: “Creciendo con nuestros hijos”, “Sigamos creciendo con nuestros hijos” y “De la culpa... a la calma”. www.angelamarulanda.com - Twitter: @angelamarulanda